Basada en una novela de Allen Drury que había obtenido el premio Pulitzer en 1960, esta magnífica obra de Otto Preminger adquiere la forma de drama político para indagar sin tapujos ni miramientos en el engranaje de los mecanismos del poder estadounidense en su versión más cruda, menos idealizada y más reconocible (entonces y hoy). Siempre desde su perspectiva de extranjero permanente, a causa de su sempiterno estado de conflictividad con los estudios y los productores con los que trabajaba, el cineasta austrohúngaro ofrece en este título, sin embargo, una de las disecciones más rigurosas y despiadadas del entramado institucional de la democracia norteamericana (extrapolable, a una escala menor, a la de cualquier otro país), en un ambiente general, el del naciente cine adulto de los años sesenta, en el que Hollywood despertaba a una nueva conciencia y buscaba emanciparse de sus propios corsés morales, visuales y narrativos representados en el ya obsoleto y agonizante Código de Producción vigente desde 1934. La película supera los límites del melodrama parlamentario y de la retórica grandilocuente que le es propia para sumergirse, a través de una puesta en escena precisa e incisiva y un tono seco y quirúrgico, en la tormenta que genera el empeño del presidente de los Estados Unidos (Franchot Tone) en nombrar como Secretario de Estado a Robert Lefingwell (Henry Fonda), un hombre de apariencia honesta pero que arrastra algunas incógnitas sobre las que planea la sospecha de una pasada simpatía o incluso militancia comunista. El sector más conservador, encabezado por el senador Cooley (Charles Laughton), despliega toda su artillería -política, diplomática y chanchullera- para intentar frenar esa decisión, lo que desencadena una red de intrigas, mentiras, traiciones y chantajes en la que cada gesto tiene consecuencias y cada palabra puede ser políticamente letal, y que termina por afectar más que a nadie a una víctima a priori inocente, el joven senador Anderson (Don Murray), presidente de la comisión que debe examinar al candidato para autorizar el nombramiento.
El guion de Wendell Mayes exprime todo el abanico de tensiones que enfrenta a los senadores entre sí, al ala conservadora con el presidente, a los medios y a la opinión pública, y bajo el que subyacen los mecanismos e intereses más opacos del país, en un thriller de tono reposado pero suspense creciente en el que los diálogos punzantes, los dobles sentidos, los silencios significativos y los gestos elocuentes cobran importancia fundamental y forman parte de un lenguaje visual y de puesta en escena de una elaboración y minuciosidad ya perdidas en el cine actual. Preminger, dueño de una habilidad especial para dirigir intérpretes (aunque no necesariamente haciendo que estos se sintiesen cómodos rodando con él), saca el máximo partido a la capacidad de sus actores en una amplia representación del espectro político norteamericano, con unas pinceladas mínimas y evitando en todo momento el estereotipo y la caricatura. Henry Fonda aporta al personaje una mezcla de integridad superficial y ambigüedad latente, de transparencia y opacidad moral; Leffingwell es víctima e instrumento de una maquinaria política mayor que él. Laughton, se recrea en su personaje de manera colosal, un tanto afectada y solemne, pero despidiéndose de la actuación de manera memorable en su composición de senador sureño y calculador, viscoso y de verbo venenoso; grotesco y lúcido, perro viejo y sabio en la interpretación de los rostros y las intenciones ocultas de los otros, absolutamente consciente de su poder -y de sus límites- y de las reglas del juego, un devorador de ingenuos. Tone compone al presidente de manera algo distante y abstracta; su presencia pesa más en el escenario latente que en las escenas en las que aparece, ya muy frágil físicamente (esta fue su penúltima película). Walter Pidgeon, líder de la mayoría parlamentaria, encarna al político profesional, pragmático, veterano de mil batallas que es la piedra sobre la que se asienta el sistema, y a la vez el riel de la balanza del equilibrio de poder político en la Cámara. Don Murray (Anderson) sorprende como el único personaje que cree honradamente en la pureza de la política y la honestidad y respetabilidad de los cargos públicos, y a la vez, como sutil encarnación de un personaje con un pasado «deshonroso» -otro rasgo de modernidad del film, tratado con un tacto acorde con la vigencia del Código Hays pero aventurándose ya en la «normalidad» con que se verá representado en el Nuevo Hollywood- que es aprovechado para chantajearle y obtener de él una decisión concreta de la comisión que debe refrendar o rechazar la elección presidencial en la persona de Leffingwell; el uso de la vida personal, de lo íntimo, para la batalla política. Secundarios como Peter Lawford, otro político lenguaraz y oportunista, y Gene Tierney, luminosa y a la vez doliente y fantasmal esposa de un senador que sufre en silencio los reveses y desencantos que conlleva la vida pública en los aledaños del poder, completan un reparto tan lujoso como competente y efectivo, siempre en consonancia con una puesta en escena cuyos encuadres parecen tutelar o vigilar moralmente a los personajes, someterlos a observación, más que acompañarlos o representar sus acciones.
En el tratamiento visual destaca el uso del plano secuencia. La cámara recorre los pasillos del Capitolio, los despachos y las salas de audiencias deslizándose sin prisa, con una objetividad casi documental (está filmada en las localizaciones reales, algo muy inusual para la época, pero en clave de un respeto sin reverencias), evitando usar los cortes para conformar el ritmo y la intensidad de las interpretaciones, dejando que los actores construyan sus intenciones y reacciones desde el movimiento, la actitud, los gestos y la forma de declamar sus diálogos. La mirada de Preminger, sombría, casi trágica, no es periodística al modo de una crónica, ni del subrayado de un mensaje político determinado, ni mucho menos de un mensaje comprometido, sino la de un espectador privilegiado que se permite abrir una puerta para que el ciudadano pueda asomarse a un interior de acceso restringido (el cartel original, la cúpula del Capitolio abriéndose como una caja y dejando ver en su interior el título del filme, transmite adecuadamente de manera visual esta idea que atraviesa toda la película). En este sentido, el empleo por Sam Leavitt del blanco y negro en CinemaScope amplía las localizaciones interiores de tal forma que empequeñece a los actores, los minimiza frente a la grandeza arquitectónica -como alegoría del sistema democrático- y geométrica -símbolo de las rigideces, a veces inexcusables y limitadoras, del sistema- del edificio sede de la institución más alta de la democracia estadounidense, personajes diminutos, perdidos, aparentemente caóticos como hormigas, en las entrañas del lugar donde se decide el destino del país, no siempre con el grado de principios democráticos que sería deseable. El encuadre tiende a agrupar a varios personajes en un único plano, lo que indica esa naturaleza colectiva o incluso coral del ejercicio del poder democrático; en este punto, no hay héroes pero tampoco villanos aislados con propósitos propios e inconfesables, sino personajes que en un momento dado encarnan polos opuestos en un sistema de necesarias fuerzas contrarias por encima de los nombres propios, presidente aparte, y que son representados con una frialdad casi clínica. La música de Jerry Fielding es discreta, contenida, sin subrayados histriónicos ni enfatizaciones anticlimáticas, como una herramienta de amortiguación de unas emociones personales que deben supeditarse a los protocolos políticos.
Filmada en un contexto en el que todavía se vivían las consecuencias de la «caza de brujas» -periodo en el que Preminger tuvo tanto protagonismo, colaborando decisivamente a desmontar las listas negras de profesionales del cine sospechosos de comunismo y reafirmando su determinación de tratar temas polémicos o incómodos -, acrecentado su clima de sospecha y paranoia con el auge de la Guerra Fría y la crisis de los misiles en Cuba (en este punto es muy ilustrativa la breve pero simbólica intervención del personaje de Burgess Meredith), se trata de una película de ficción que lleva en sí misma la fantasmal semilla de un doble peligro siempre presente (la amenaza real frente a un tratamiento inadecuado del temor o la prevención ante ella. Preminger ofrece una lectura compleja, madura, de la política que presenta la democracia como un mecanismo imperfecto, creado y sostenido a su imagen y semejanza por seres humanos igualmente imperfectos. La película no promete nada ni da respuestas fáciles; la política no es un duelo entre héroes y villanos (o buenos y malos, dicho sea de paso para el votante o simpatizante hooligan tan presente en el debate público español), sino un campo minado donde las ideologías y los programas se diluyen en los intereses personales y en las debilidades particulares. Sin sentimentalismos, maniqueísmos ni moralinas huecas, sin aspavientos ni cantos complacientes de corte patriótico o ideológico, la película es, sobre todo, una radiografía profunda del funcionamiento real del poder a partir de la máxima de que «los sistemas sobreviven; las personas, no siempre». El amargo desenlace, que cierra tanto el conflicto político como el emocional, alcanza uno de los clímax más logrados en el cine de Preminger y en todo el género de películas políticas: como tantas veces, el triunfo institucional se erige sobre el fracaso humano de muchos de los que intervienen en él. El Senado vota, el engranaje sigue en marcha -para bien o para mal-, el sistema funciona -o lo intenta-, pero a costa de romper la integridad de quienes lo alimentan, que al final de su camino ya no se parecerán en nada a quienes en su día lo emprendieron, sin recordar ya por qué o para qué, a partir de qué altos ideales, se decidieron a formar parte de él.
