A fines de 2007, nuestro Congreso de la Nación estableció un tercer motivo de festejo asociado al 10 de diciembre. En efecto, en noviembre de ese año el Poder Legislativo aprobó la Ley Nº 26.323 que agregó la celebración del Día de la Restauración de la Democracia a la tradicional conmemoración de la asunción presidencial de Raúl Ricardo Alfonsín -Primer Mandatario constitucional al término de la dictadura militar de 1976/1983- y del Día Internacional de los Derechos Humanos que la ONU promueve desde 1950.
La palabra “restauración” resulta clave a la hora de reivindicar una fecha irreductible a un acto institucional y a una convocatoria cuyos orígenes resultan algo lejanos a nuestra realidad (porque se sitúan a mediados del siglo pasado en la Europa de la posguerra). El sustantivo evoca el concepto de “recuperación” o “reestablecimiento”, que remite al desarrollo de un esfuerzo colectivo, y que reconoce la importancia del contexto: restauramos, recuperamos, reestablececemos lo que alguna vez perdimos y/o nos quitaron.
Dicho de otro modo, las variables histórica y social enriquecen la austera definición de “sistema de gobierno” que se limita a idealizar el invento de la Antigua Grecia y a sostener la vigencia de una entelequia funcional a todo tipo de discurso, incluso a aquel anti-democrático (meses atrás, Sandra Russo se refirió a este fenómeno igual de aplicable al término “libertad”).
Quienes tiempo atrás participaron del 13S, 8N y 20N subrayaron la condición espontánea de estas expresiones de descontento contra el Gobierno nacional. Ayer, antes mismo de que la Plaza de Mayo se convirtiera en escenario del festejo por los 29 años de democracia (y de apoyo a la gestión de Cristina Kirchner), las versiones online de La Nación, Clarín y Perfil ya acumulaban mensajes de lectores rabiosos ante otra convocatoria orquestada y comprada.
Sin ánimo de discutir cuán espontáneas fueron las últimas manifestaciones antikirchneristas, este blog sí propone retener la distinción entre los argentinos que salen a la calle por voluntad propia (casi como producto de una noble coincidencia) y aquéllos que lo hacen como parte de un plan siniestro: básicamente, se dejan usar por simple ignorancia -e incapacidad de discernimiento-, o porque les prometieron alguna recompensa: desde el chori y la Coca hasta un puestito en la dependencia pública más cercana.
El primer grupo de compatriotas protagoniza movilizaciones puras, libres de contaminación, sin otro interés que la defensa de la Democracia, la Libertad, la Seguridad. El segundo grupo es víctima o cómplice de un accionar perverso que corrompe el sistema de gobierno inventado por los griegos (insisto: de la Antigüedad) para instaurar un régimen (cada vez más) autoritario.
Desde esta perspectiva la democracia es sinónimo de espontaneidad; de ahí la importancia atribuída a la consigna “hacer lo que canta el culo” comentada en noviembre pasado. Por eso cualquier convocatoria abierta y planificada huele a manipulación obscena y por lo tanto a ejercicio de poder totalitario.
Sin embargo, ayer la Plaza de Mayo exudó algo más que olor a paty y choripán. Por un lado, el mismo perfume de la memoria que nos embriaga cada 24 de marzo (¿24M?). Por otro lado, cierto aroma a cambio progresivo y a compromiso con peso histórico y social o colectivo.
“Unidos y organizados” fue una de las consignas más recurrentes. Pocas combinaciones tan saludables contra la falaz espontaneidad.