La visita que en 1900 hicimos a Toledo fue capital en el desenvolvimiento de la escuela. Fuimos a Toledo, no como frívolos curiosos, sino cual apasionados. Nos atraían los monumentos religiosos. En ellos se encarna la nacionalidad española. Interesábannos las iglesias visigóticas y las herrerianas, las iglesitas de pueblos y las grandes y suntuosas catedrales. En las catedrales, verdaderos mundos del arte, íbamos desde la estofa de una casulla antigua a la tabla de un retablo. Y acaso lo que más nos apasionaba era un arte eminentemente español, que en las catedrales, sobre todo en las grandes catedrales, como las de Toledo y Cuenca, alcanza manifestación espléndida: el arte del hierro forjado. Rejas, cruces, atriles, púlpitos, los hay primorosos labrados en hierro. Sobre todo, las rejas.
El arte había de conducirnos a la pura espiritualidad. De otra manera, la comprensión de España hubiera sido incompleta. Y el tránsito de un mundo a otro, de la región sensual a la región etérea, nos lo facilitaba el Greco en quien el arte, el más refinado y moderno arte, se alía al fervor más intenso en el espíritu. Insensiblemente, sin que nos diéramos cuenta, en la soledad y silencio de una capilla recóndita o en la vastedad de una nave, la balanza de la sensibilidad va inclinándose, ante el Greco, hacia el lado de la pura y desinteresada contemplación. Y ya, con el fervor contemplativo, nos hallamos dentro, plenamente dentro, de la historia de España.
Azorín. Madrid (1941)