Revista Cultura y Ocio
'¡Derecho al toro!', de Carlos Abella, por Carmen Posadas en el suplemento XL Semanal del diario ABC
Publicado el 22 junio 2015 por Vivelibro @infoviveLibro
REPRODUCCIÓN DEL ARTÍCULO DE CARMEN POSADAS EN EL SUPLEMENTO DE FIN DE SEMANA DEL DIARIO ABC, XL SEMANAL, SOBRE EL LIBRO DE CARLOS ABELLA, ¡DERECHO AL TORO!. PODÉIS LEERLO AQUÍ
¡Derecho al toro! Por Carmen Posadas
Coger el toro por los cuernos, caerse del cartel, hacer un brindis al sol, cambiar de tercio, ver los toros desde la barrera, venirse arriba......Estas son apenas media docena de expresiones de uso común que el lenguaje popular ha tomado del mundo de los toros. Decía Tierno Galván que no es santo de mi devoción, pero en esto tiene más razón que un mono sabio, que nada explica mejor la importancia social de la fiesta que el conjunto de significaciones que ha incorporado a nuestro idioma. Se reedita estos días un delicioso libro de Carlos Abella que quiero compartir con ustedes y en el que se habla de esta y de otras particularidades de la fiesta desde el rigor, la amenidad y sobre todo desde el amor a los toros, un mundo que personalmente me es muy querido. Se preguntarán quizá qué hace una sudaca, del Cono Sur además, enamorada de los toros. El asunto tiene mucho de freudiano y está relacionado con mi padre. Él era, incluso desde antes de que viniéramos a vivir a Europa, un gran aficionado y gracias a él aprendí a distinguir una buena estocada de otra que está en el rincón de Ordóñez o a distinguir los nombres de todas las capas o pelajes que puede tener un toro. Albahío, berredo, ensabanado, zaino, jabonero o sardo... Se ama lo que se aprende con amor, y ahora, para una devota de Frascuelo y de María o, lo que es lo mismo, de todo lo que huele a albero, no existe nada parecido a disfrutar de una tarde de toros con alguien que sepa de estas lides. Tengo la suerte de que, cada año por San Isidro, Carlos tiene la generosidad de invitarme a ver con él un par de corridas desde el callejón, un ritual por cierto completamente distinto a hacerlo desde el tendido. Y es que al festival de colores, sonidos, olores y sensaciones que se perciben desde las gradas, unos metros más abajo y a ras de arena, hay que sumar un sentir difícilmente explicable, mezcla de expectación y responsabilidad, temor y pasión. ¿Qué hace tan fuera de lo común la fiesta de los toros? ¿Por qué ha fascinado desde siempre y por igual a intelectuales y artistas? Y, sobre todo, ¿cómo defenderla ahora que está tan cuestionada? Lo cierto es que no es fácil, porque el arte no se entiende, se siente, y el toreo es arte. Cruel, es cierto, pero por mucho que les moleste a los antitaurinos, ambos conceptos no son incompatibles ni mucho menos antagónicos. El arte, igual que la gran belleza, puede ser cruel y así lo sabe cualquiera que se haya dejado fascinar por una gran tormenta o cualquier otra manifestación extrema de la naturaleza. Dicho esto, el toreo tiene para mí una cualidad en la que aventaja a todas las demás manifestaciones artísticas. Y es que algo tan fugaz como una chicuelina, una verónica o un natural quedan grabados para siempre en la memoria de quien los presencia en la plaza, de modo que veinte, treinta, cuarenta años después aún se habla de aquel quite de Curro Romero una tarde en la Maestranza o de esa manoletina sublime de Luis Miguel Dominguín. ¿Por qué? Pues porque, a diferencia de otras artes, cada lance es único, irrepetible. Sí, tal vez sea esa la palabra que mejor explica el arte de Cúchares. Los escritores cuentan con la palabra para lograr crear belleza en la mente del lector, los cineastas con la imagen, los músicos con el sonido. Sus obras pueden ser vistas u oídas tantas veces como se desee, pero el torero en la plaza, en cambio, dibuja con el capote o la muleta un lance que nunca será el mismo y su misma cualidad de efímero e irrepetible hace que perviva para siempre en la retina de quien lo ve. Es arte en creación, algo así como si tuviera uno la suerte de presenciar el momento mismo en que Velázquez dibujó el contorno de la Venus del espejo o espiar los dedos de Mozart mientras recorrían por primera vez el teclado dando vida a una de sus sinfonías. Podrá decirse lo que se quiera del toreo, pero nadie pone en duda que se trata de algo distinto a todo lo demás. Por eso no es de extrañar que nuestra cultura y, por supuesto, también nuestro lenguaje estén preñados de él. De estas y de otras lides lingüísticas, sociológicas e incluso psicológicas habla ¡Derecho al toro! Háganmÿe caso. Apriétense los machos, ábranse de capa y disfruten de su lectura, me lo van a agradecer.
¡Derecho al toro! Por Carmen Posadas
Coger el toro por los cuernos, caerse del cartel, hacer un brindis al sol, cambiar de tercio, ver los toros desde la barrera, venirse arriba......Estas son apenas media docena de expresiones de uso común que el lenguaje popular ha tomado del mundo de los toros. Decía Tierno Galván que no es santo de mi devoción, pero en esto tiene más razón que un mono sabio, que nada explica mejor la importancia social de la fiesta que el conjunto de significaciones que ha incorporado a nuestro idioma. Se reedita estos días un delicioso libro de Carlos Abella que quiero compartir con ustedes y en el que se habla de esta y de otras particularidades de la fiesta desde el rigor, la amenidad y sobre todo desde el amor a los toros, un mundo que personalmente me es muy querido. Se preguntarán quizá qué hace una sudaca, del Cono Sur además, enamorada de los toros. El asunto tiene mucho de freudiano y está relacionado con mi padre. Él era, incluso desde antes de que viniéramos a vivir a Europa, un gran aficionado y gracias a él aprendí a distinguir una buena estocada de otra que está en el rincón de Ordóñez o a distinguir los nombres de todas las capas o pelajes que puede tener un toro. Albahío, berredo, ensabanado, zaino, jabonero o sardo... Se ama lo que se aprende con amor, y ahora, para una devota de Frascuelo y de María o, lo que es lo mismo, de todo lo que huele a albero, no existe nada parecido a disfrutar de una tarde de toros con alguien que sepa de estas lides. Tengo la suerte de que, cada año por San Isidro, Carlos tiene la generosidad de invitarme a ver con él un par de corridas desde el callejón, un ritual por cierto completamente distinto a hacerlo desde el tendido. Y es que al festival de colores, sonidos, olores y sensaciones que se perciben desde las gradas, unos metros más abajo y a ras de arena, hay que sumar un sentir difícilmente explicable, mezcla de expectación y responsabilidad, temor y pasión. ¿Qué hace tan fuera de lo común la fiesta de los toros? ¿Por qué ha fascinado desde siempre y por igual a intelectuales y artistas? Y, sobre todo, ¿cómo defenderla ahora que está tan cuestionada? Lo cierto es que no es fácil, porque el arte no se entiende, se siente, y el toreo es arte. Cruel, es cierto, pero por mucho que les moleste a los antitaurinos, ambos conceptos no son incompatibles ni mucho menos antagónicos. El arte, igual que la gran belleza, puede ser cruel y así lo sabe cualquiera que se haya dejado fascinar por una gran tormenta o cualquier otra manifestación extrema de la naturaleza. Dicho esto, el toreo tiene para mí una cualidad en la que aventaja a todas las demás manifestaciones artísticas. Y es que algo tan fugaz como una chicuelina, una verónica o un natural quedan grabados para siempre en la memoria de quien los presencia en la plaza, de modo que veinte, treinta, cuarenta años después aún se habla de aquel quite de Curro Romero una tarde en la Maestranza o de esa manoletina sublime de Luis Miguel Dominguín. ¿Por qué? Pues porque, a diferencia de otras artes, cada lance es único, irrepetible. Sí, tal vez sea esa la palabra que mejor explica el arte de Cúchares. Los escritores cuentan con la palabra para lograr crear belleza en la mente del lector, los cineastas con la imagen, los músicos con el sonido. Sus obras pueden ser vistas u oídas tantas veces como se desee, pero el torero en la plaza, en cambio, dibuja con el capote o la muleta un lance que nunca será el mismo y su misma cualidad de efímero e irrepetible hace que perviva para siempre en la retina de quien lo ve. Es arte en creación, algo así como si tuviera uno la suerte de presenciar el momento mismo en que Velázquez dibujó el contorno de la Venus del espejo o espiar los dedos de Mozart mientras recorrían por primera vez el teclado dando vida a una de sus sinfonías. Podrá decirse lo que se quiera del toreo, pero nadie pone en duda que se trata de algo distinto a todo lo demás. Por eso no es de extrañar que nuestra cultura y, por supuesto, también nuestro lenguaje estén preñados de él. De estas y de otras lides lingüísticas, sociológicas e incluso psicológicas habla ¡Derecho al toro! Háganmÿe caso. Apriétense los machos, ábranse de capa y disfruten de su lectura, me lo van a agradecer.
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