Durante mi época de estudiante universitario me enseñaron en la Facultad el denominado “Principio de intervención mínima del Derecho Penal”, que implica que las sanciones penales se han de reservar solo para los supuestos merecedores de mayor reproche. Así, el proceso penal -por sus repercusiones y consecuencias- debe limitarse a castigar las conductas más criticables, dejando el resto de comportamientos censurables para otras formas de castigo (como las sanciones administrativas, las demandas civiles, etc.). Algún tiempo después, ya en mis inicios profesionales como abogado, me di cuenta de que aquella regla teórica, como otras muchas, se difuminaba en la práctica hasta hacerse irreconocible.
De hecho, y tras más de veinte años ejerciendo la abogacía en los tribunales, sigo considerando que el citado principio dista enormemente de ser una realidad. Más allá de los manuales y los libros doctrinales, no tiene relevancia alguna. Los costosos medios adscritos al procedimiento penal (jueces instructores, magistrados juzgadores, fiscales, abogados de oficio…) se destinan a judicializar situaciones nimias, intrascendentes o, sencillamente, normales.
La denuncia presentada por un menor hacia su madre por forcejear con él para quitarle el móvil y, de ese modo, obligarle a estudiar, ocupó recientemente los titulares de los medios de comunicación. Expuesta la queja del hijo en un cuartel de la Guardia Civil, la Fiscalía impulsó la acusación, llegando a pedir para la progenitora nueve meses de prisión por un presunto delito de malos tratos en el ámbito doméstico. Se tramitó todo el expediente, se fue a juicio y se dictó sentencia (absolutoria, por supuesto). Es un ejemplo ilustrativo de cómo la idea de aplicar el Derecho Penal únicamente para los casos graves y merecedores de una recriminación más severa se ha convertido en una caricatura, en un anacronismo que sigue enseñándose en las universidades pero que carece de un adecuado reflejo en la realidad.
Igualmente, como una muestra de la desproporción manifiesta entre acciones criticables y facultad represora del Estado, en nuestro país se ha puesto de moda perseguir el sentido del humor (con o sin gracia) y las expresiones artísticas más o menos críticas. La sorna, la ironía, el cinismo y la guasa siempre se han utilizado para meter el dedo en la llaga sobre asuntos polémicos y, en un Estado de Derecho democrático, lo normal es que la libertad de expresión abarque tales manifestaciones. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, en los juzgados se están especializando en abrir procesos moralizadores donde se juzgan chistes, canciones y discursos que, por más “mala leche” que contengan o por muy erróneo que sea su mensaje, tienen como función debatir y confrontar posturas con un toque socarrón, irreverente e incluso faltón. En cualquier caso, estamos hablando de palabras. Algunos se reirán con ellas y otros permanecerán serios. Algunos las aplaudirán y otros las abuchearán. Algunos las compartirán y otros las rebatirán. Pero, tanto los aplausos como los abucheos, las adhesiones y los rechazos, deberían admitirse con normalidad en un sistema democrático maduro.
La Audiencia Nacional, tribunal excepcional con competencias muy concretas (delitos de terrorismo, que causen grave perjuicio a la economía nacional, contra la Corona o sobre narcotráfico) juzgó hace pocos días a una joven que entre 2013 y 2016 tuiteó trece comentarios hirientes sobre el asesinato del almirante Luis Carrero Blanco a manos de terroristas etarras. El Tribunal Supremo ha condenado al cantante César Strawberry por seis tuits en los que ironizaba sobre el retorno a la actividad del Grapo y de la ETA. Asimismo, la Sección Primera de la Audiencia Provincial de Madrid acaba de ordenar la admisión a trámite de una querella por un delito de incitación al odio presentada por la Asociación para la Defensa del Valle de los Caídos contra el humorista El Gran Wyoming y el colaborador de su programa de televisión Daniel Mateo, por un gag acerca de la cruz que preside dicho monumento.
Conviene tener muy presente que, ni en España ni en ningún otro Estado constitucionalista, existe el derecho a no sentirse ofendido por los comentarios ajenos. No se castiga el mal gusto al hablar, como tampoco se castiga el mal gusto al vestir. No se sanciona la falta de tacto al expresarse, como tampoco la mala educación al comportarse. La grosería, como la ignorancia, no pueden ser objeto de persecución penal ni administrativa. Cosa distinta es cómo reaccione la ciudadanía ante tales muestras de impertinencia y vulgaridad, ya sea mostrando su disconformidad o recriminando socialmente dichos comportamientos.
Recuérdese que nuestro Tribunal Constitucional en su sentencia 112/2016, de 20 de junio de 2016, manifiesta que la libertad de expresión comprende la libertad de crítica «aun cuando la misma sea desabrida y pueda molestar, inquietar o disgustar a quien se dirige, pues así lo requieren el pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura, sin los cuales no existe sociedad democrática». Es cierto que la libertad de expresión debe tener límites, como también que es preciso extremar el celo con lo que se persigue o se condena, puesto que la misma vara de medir puede volverse en nuestra contra. Y, tal vez, cuando un día nos paremos a observar a nuestro alrededor, ya no seamos capaces de reconocer la sociedad en la que nos hemos convertido, tan dados como somos a matar las moscas a cañonazos.