Revista Cultura y Ocio

Desaparecido

Publicado el 25 noviembre 2011 por Mariannediaz
Un cuento del libro inédito, “Departamento de objetos perdidos”.

Nadie puede alegar en su defensa su propia torpeza.
(Aforismo jurídico romano)

 

Desde la plancha de cemento que hace las veces de cama, sólo se ven los barrotes y la pared. Estoy solo en esta ala, al menos eso creo, porque sólo el eco contestaba a mis gritos, las primeras semanas, cuando aún gritaba. O quizás haya gente en las otras celdas, pero, como yo, pasado cierto tiempo se fundieron con las sombras.

Ya no tiene sentido quejarse. He intentado explicarles cientos, miles de veces, que no soy yo a quien buscan. Que no soy el líder de nadie, que soy una mentira. Pero no hay nada que hacer; pesa sobre mí una condena no escrita, me matarán en cualquier momento, y sin embargo, contar mi historia por millonésima vez me tranquiliza, me hace sentir que no pertenezco a este lugar, y por lo tanto, esto tiene que ser una pesadilla.

Uno empieza en la universidad como todos: elige una carrera, porque los papás quieren que uno tenga un título para colgarlo en la sala y contarle a los amigos sobre “su hijo el licenciado”. En mi caso, fue Derecho, en parte porque sonaba bien “mi hijo el Doctor” y en parte porque me pareció la carrera menos difícil entre las llamadas “carreras largas”. Me costó poco ingresar y al cabo de meses allí estaba, intentando integrarme a la comunidad universitaria, hacer amigos, pasar el rato. Me imagino -siempre me imagino- que todo habría marchado de otro modo, de no haber sido por ella, ella y sus ojos enormes en aquella primera clase de Derecho Civil, ella y su pelo rubio sacudiéndose cada vez que se daba la vuelta para saludar a alguien, ella y sus caderas oscilantes bajando las escaleras de la Facultad hacia la fotocopiadora. Como es obvio, en un aula con sesenta personas, y siendo yo un adolescente insignificante de diecisiete años, ella ni siquiera notaba mi presencia, pasaba a mi lado como si yo fuera una más de las columnas de la construcción colonial de la Facultad.

Ella era una de esas mariposas sociales, la típica estudiante que a las cuatro semanas todos conocen con nombre y apellido; yo era un (auto) outcasted, un excluido de mi propia timidez. Ésa fue la razón -la única y verdadera razón- por la cual, a los seis meses de haber iniciado el primer año, cuando uno de tantos movimientos políticos estudiantiles pasó por el aula recaudando firmas para sabe Dios qué causa, yo puse mi nombre bajo el suyo en aquella lista. Y ése fue el momento en el que todo comenzó.

Se veía como algo fácil, en aquel tiempo, asistir a una u otra reunión, intervenir en los momentos adecuados, soltar algún comentario inteligente y tratar de que me notara. Me ofrecía para ayudar en la logística de un mitin, y ella me saludaba. Nos encontrábamos en una manifestación, y se aprendía mi nombre. Como estrategia, no estaba mal. Para el segundo año, me encontraba entrando peligrosamente en la “zona de amigos” (de la que no hay escapatoria, como cualquiera sabe) y me hallaba apremiado a realizar un movimiento arriesgado, pero sabía que, de hacerlo en ese instante, lo que venía era un rebote frontal y directo. Entonces, milagrosamente, llegaron las elecciones del Consejo Universitario y resultó que en el movimiento no había suficientes personas para conformar las planchas que necesitaban. Me llamaron, y yo escuché campanas y las puertas del cielo abriéndose para mí.

Ella, comprometidísima, hizo campaña durante largos meses, y para el final del segundo año, casi como un milagro, yo tenía un cargo de Delegado al Consejo Universitario, y una novia rubia de caderas oscilantes.

No podía ser más afortunado.

El tercer año fue complicado. Venían las “materias filtro”, yo estaba obnubilado aprendiendo los placeres de la carne, hasta entonces desconocidos para mí, y en el movimiento había propuestas de postularme a Presidente del Centro de Estudiantes al año siguiente. Francamente, llegado cierto punto yo había dejado de entender cualquier cosa y sólo me dejaba llevar. Descubrí que, cuando se aprenden ciertos mecanismos rudimentarios de política, era sencillo armar discursos convincentes intercambiando, según la necesidad, y las circunstancias seis u ocho frases prefabricadas que en realidad no significaban gran cosa. Decías “en este momento histórico” y todo el mundo se sentía prócer. Les soltabas un “con el trabajo conjunto de todos nosotros” y de inmediato estaban comprometidos y se creían que eran el futuro de la patria. Quizás lo eran. Yo, ciertamente, no era más que un carajito que estaba loco por conseguir que mi novia se quitara la ropa.

Así fue como fui entendiendo que, después de todo, tenía carisma. Porque cualquiera de los que estaban en el movimiento, que tenían en él más tiempo que yo (más que nada, porque habían repetido cada año dos o tres veces cada quien), podía soltarse un discurso prefabricado, pero, sea porque no tenían la cara de pendejo que tenía yo, o porque ya la gente estaba cansada de escucharles la voz, el caso era que no convencían del mismo modo.

A finales de tercer año me iban quedando dos materias. La gente del movimiento habló con los profesores, se movieron los hilos que tenían que moverse y se alteraron las décimas que tenían que ser alteradas, y al cabo de nada, tuve los dos pies en el cuarto año, perspectivas de ser Presidente del Consejo Universitario y un tedio vital que para qué les cuento. Mis padres, por cierto, se iban a reventar de orgullo en cualquier momento: sentían (no era que lo dijeran, pero se respiraba) que su hijo, el Doctor, ya no sólo les iba a dar un título para colgar en la sala, sino quizás la oportunidad de decir mi hijo, el Diputado, o quién sabe si el Presidente.

Yo estoy segurito de que mi mamá ya se hacía viviendo en Miraflores, con los tres perros y la lora.

Para serles franco, a la hora de la campaña por el Centro de Estudiantes, la cosa empezó a dejar de gustarme. Todo eran reuniones hasta altas horas de la noche, negociando asuntos que tenían siempre un incierto carácter turbio, el teléfono sonando a toda hora, la carajita empezando a reclamarme tonterías y mi mamá preocupada de tanto en tanto por la hora a la que aparecía por la casa, cuando aparecía. Pero yo representaba un personaje, y no era cosa de hacerlo pedazos de un día para otro. Ahí es cuando uno se da cuenta de qué significa eso del status quo al que uno se aferra: había adquirido beneficios (me ayudaban con las notas, tenía cierta posición en la microestructura social de la Universidad, había alcanzado popularidad y una cierta dosis de poder) y a esas alturas, no me sentía en condiciones de tirarlo todo a la basura.

Cuando se anunciaron las candidaturas, desde mi muy restringida perspectiva, pareció que me hubiera puesto perfume de feromonas o me hubiera vuelto Brad Pitt de repente: tenía candidatas por todas partes, y los celos de la histérica de mi novia se potenciaron por diez millones. La situación era bastante insostenible. La cuestión, claro, radicaba en que desde todo punto de vista era evidente que mi gente ganaría las elecciones.

Por esas fechas, recuerdo, se dieron los primeros disturbios fuertes. Hubo un periodista desaparecido, si no me falla la memoria, y las manifestaciones fueron reprimidas, al principio con bombas lacrimógenas y luego, bien pronto, con armas. La catira fue a las primeras, ya después le prohibí que anduviera en esos inventos, capaz le pasaba algo y después la culpa era mía. Por esas mismas fechas fue el primer paro universitario, y más o menos, también, por esas fechas fue que la catira me descubrió lo de una de las muchachas del movimiento feminista y se armó la de San Quintín, como decía mi abuela. Yo, al final, decidí que no valía la pena: había demasiados peces en el mar, y lo dejé por la paz.

Las elecciones se tuvieron que suspender por lo del paro, pero al final se dieron y, como habíamos previsto, ganamos con amplio margen (frase prefabricada para discurso de la victoria). Tenía yo, a esas alturas, un pie en el quinto año, y entre una minifalda y otra apenas me daba tiempo de pensar en el hecho de que iba a necesitar un trabajo cuando me graduara. Por otra parte, la cosa con el gobierno se estaba poniendo color de café sin leche, pero yo no me daba demasiada cuenta de nada: sí, iba a una que a otra manifestación, y a veces incluso daba declaraciones en prensa, en nombre de mi Facultad (los futuros abogados de esta República enloquecida), y en medio de alguna conversación de madrugada con los compañeros de movimiento, a veces incluso me indignaban algunas cosas, pero no les voy a mentir diciéndoles que tenía una visión política y un plan quinquenal para hacerme elegir presidente. Los otros, los que estaban a la sombra, tenían buenas ideas y un cierto nivel de compromiso político: yo sólo era un personaje de un cuento de Pedro Emilio Coll.

Yo no tenía lo que llaman visión macro de las cosas. Por esa misma razón, supongo, me exponía más de lo que habría hecho, de haber estado consciente: me exponía como alguien realmente comprometido, como alguien preparado a morir por su país. Yo no sabía que existía esa posibilidad. A mediados del quinto año, en esa época en la que ya uno casi ni tiene clases, y va a la universidad a perder el tiempo y deambular por los pasillos, la sección juvenil del partido (porque todo movimiento estudiantil, al final, es eso, un partido) me llamó para que me integrara a sus actividades. Después de un par de semanas entendí (bastante pronto para mi usual lentitud en captar las cosas, como hemos visto), que me buscaban para que fuera algo así como una especie de Secretario Regional de esa sección juvenil del partido. En los partidos políticos, uno es “juvenil” hasta que ronda los treinta y cinco años, así que, de haber tenido un poco más de experiencia en la vida, me habría dado cuenta de que aquello era una oferta inusual. No era ése el caso, y yo sólo pensé que ése era un trabajo, tan bueno como cualquier otro.

No lo era, con exactitud, pero cómo podía yo saberlo.

Cerca de la fecha de mi graduación la situación del país cambió bruscamente, o al menos así lo sentí yo. Quién sabe si todo aquello podía preverse, desde el punto de vista de un analista político o alguien similar: para mí, sólo existió el anuncio de una serie de medidas económicas, luego una oleada de disturbios, y posteriormente un intento de golpe de estado que fue rápidamente sofocado por la Fuerza Armada. Según me dijeron, “los estudiantes” estaban detrás de aquello. Yo no me enteré de nada, estaba en Margarita celebrando mi graduación con la que tenía de novia para ese entonces: sofocado el golpe e inocente de la vida, me regresé a Caracas en cuanto me fue posible, para estar con mi familia y evitarle a mi madre sus usuales crisis de nervios, y me agarró la inteligencia a seis cuadras de mi casa.

Por supuesto, a la inteligencia, es vano tratar de explicarles cualquiera de estas cosas: lo de ellos es puro nombre. Están convencidos de que sé cosas, de que participé en conspiraciones, de que mi desaparición servirá de ejemplo para que mis compañeros se dejen de pendejadas, como ellos dicen. Me imagino que moriré como un mártir, porque para ellos no existe la noción de que no les he dicho nada ni he delatado a nadie, a pesar de la tortura, por la sencilla razón de que no sé absolutamente nada. Supongo que el poder de la televisión es mayor de lo que pensaba: ellos me vieron en el noticiero y me colgaron automáticamente el letrerito de líder, y así van las cosas.

Lo que más me preocupa, después de todo esto, es mi mamá y el hecho de que no estoy realmente preso, sino desaparecido. No hay un juicio, no hay un expediente, nadie sabrá decirle dónde estoy, quién me tiene, qué se supone que hice ni a dónde arrojaron mi cadáver. Y al final todo era por ella, por mis ganas de cumplir su deseo de tener un hijo Doctor. Total que ahora, aquí sentado contando los barrotes una y otra vez mientras espero el momento de mi ejecución, no puedo sino preguntarme qué habría sido distinto si hubiera hecho caso a los consejos de mi padre, y hubiera elegido estudiar medicina.

 


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