Cuando nos disponemos a capturar una imagen con la cámara fotográfica o con el móvil podemos hacerlo de manera impulsiva, realizando varios intentos seguidos y tentando a la suerte; o bien podemos hacerlo tomándonos nuestro tiempo, vigilando que el encuadre sea el correcto, que la luz sea óptima y que la imagen sea capaz por sí misma de contar la historia que nos gustaría contar.
Lo hagamos con precipitación o de forma premeditada, estaremos reduciendo la realidad del momento a una instantánea concreta y desechando una infinidad de instantáneas que no caen dentro del área de nuestro objetivo.
De la misma manera, cuando nos disponemos a planificar nuestras metas acabamos enfocando nuestra área de interés en detrimento de muchas otras áreas y aspectos que se pierden en la sombra.
Enfocarnos con determinación hacia el objetivo que pretendemos conseguir es una empresa de lo más lícita en la que no dudamos en invertir nuestro tiempo, nuestra perseverancia y todo nuestro esfuerzo. Pero, cuando a esos ingredientes le añadimos también la obsesión, acabamos perdiendo de vista demasiada vida por el camino.
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Lo interesante de estar vivos y de permitirnos evolucionar continuamente es nuestra capacidad para cambiar de opinión en función de lo que vamos experimentando y aprendiendo. Darnos cuenta de nuestros errores, ser capaces de cuestionar nuestras propias ideas y de matizarlas o mejorarlas. Autoconcedernos permiso para dudar de aquellas verdades que creíamos inmutables. Perderle el miedo a la idea de explorar lo que se nos antoja diferente, lo que en nuestras fotos siempre queda velado por las sombras.
En todos los ámbitos de nuestra vida acabamos enfocándonos hacia determinados objetivos que muchas veces acaban defraudándonos, bien porque hemos de abandonar nuestro empeño a mitad del camino, o bien porque, de llegar a alcanzarlo, no resulta todo lo placentero que habíamos imaginado. Comprendemos, en ambos casos, que nada puede ser tan importante ni tan valioso como para justificar la mucha vida que nos hemos dejado por el camino, empeñados en la consecución de esa meta.
Una vida sin retos no es una verdadera vida, pero ningún reto justifica que nos hipotequemos el resto de la vida por él, porque entonces nunca nos complacerá su consecución. Lo ideal es aprender a ir tras nuestros sueños, pero sin dejar de captar el resto de la realidad que nos circunda. Ir tras un objetivo que nos motiva, pero sin dejar de lado el resto de posibilidades que se van abriendo a nuestro paso. Lo importante de toda meta es el camino que recorremos para llegar hasta ella. Lo que somos capaces de descubrir de nosotros mismos y de los demás en cada tramo de ese camino. La forma cómo cada experiencia nos va moldeando, enriqueciéndonos en matices, abriéndonos la mente.
A veces las grandes palabras nos acaban persuadiendo de tal manera que acabamos perdiendo el norte por ellas. La historia está llena de episodios negros que se han debido a esa pérdida de perspectiva en el modo equivocado de defender conceptos como la LIBERTAD, la PATRIA o la INDEPENDENCIA.
Palabras muy nobles, pero que han acabado resultando de lo más inútiles y pagándose demasiado caras, puesto que en su nombre ha muerto demasiada gente durante demasiados siglos.
Poniendo el foco en grandes ideas, que lo acaban cegando todo, los políticos de todos los tiempos han acabado arrastrando a sus pueblos al caos. Tal vez porque, anteponiendo la potencia de esas grandes palabras con las que nos iluminan, todo lo que de verdad es importante, deja de aparecer en nuestra fotografía mental. Y lo que no sale en la foto no deja constancia de su existencia.
Si hablando de Libertad, de Patria o de Independencia conseguimos que un pueblo nos otorgue su confianza ciega, ¿para qué vamos a complicarnos la vida enfocando aquellas áreas de la realidad que de verdad preocupan a la gente: la tasa de paro, la precariedad laboral, el escandaloso incremento de precios de los servicios más básicos, el fracaso escolar, la emergencia del cambio climático, las deficiencias de la sanidad pública o el abandono literal por parte de las administraciones públicas de los ciudadanos que no saben manejarse en entornos virtuales para realizar trámites para los que ya no se les atiende de manera presencial?
Tal vez debiéramos reconsiderar nuestros propios intereses y ser capaces de replantearnos nuestra escala de prioridades, anteponiendo lo importante y desenfocando el que nos han hecho creer que era nuestro objetivo para ver qué se esconde en las zonas más sombrías de nuestra realidad.
De ninguna manera podemos consentir que nuestra Libertad se reduzca a una palabra hueca que les sirva a los políticos de turno para esconder en ella sus verdaderas intenciones, que no son otras que vivir como reyes a costa de nuestras utopías. Nuestra verdadera libertad es nuestro derecho a ser quienes somos, le pese a quien le pese, y a cambiar de opinión cuando sentimos que las ideas que nos movían ya han dejado de hacerlo. Una libertad que termina donde empieza la libertad de los demás, que nunca impone ni juzga, tolerando y respetando la diferencia, pero esperando que esa tolerancia y ese respeto sean mutuos.
Tampoco podemos consentir que nuestra Patria se limite a un territorio geográfico delimitado por fronteras en las que se decida quién entra y quién sale, quién vive y quién muere. Nuestra verdadera Patria es todo aquello que nos hace sentir a salvo y en casa. Toda la gente que queremos y nos quiere, la que conocemos y vemos todos los días y la que no hemos visto nunca, pero con la que compartimos nuestra vida por las redes. Una Patria sin banderas y sin credos, abierta a todos los que sientan libres de verdad.
Una vez reconsiderados nuestros particulares conceptos de Libertad y de Patria, nuestro concepto de Independencia no puede seguir ligado al uso partidista de partidos políticos que son incapaces de ponerse de acuerdo entre ellos aún persiguiendo el mismo objetivo. Esa Independencia que separa familias y amistades, que se paga en años de cárcel y de exilio, que nos enfrenta y nos bloquea, que nos pone en el ojo del huracán y nos marca como apestados, de ninguna manera puede coincidir con nuestra verdadera Independencia. Esa Independencia con la que soñamos no tiene nada que ver con un territorio marcado por una nueva frontera en el que sigamos gobernados por el más de lo mismo y en el que la corrupción siga campando a sus anchas, pero con mayor libertad de movimiento.
Nuestra verdadera Independencia es, en realidad, una dependencia con dos vertientes diferenciadas. Por un lado, hablaríamos de Interdependencia, porque todos dependemos de demasiada gente y de demasiados organismos, como para poder considerarnos plenamente independientes, mientras que por el otro hablaríamos de Autodependencia porque dependemos, sobre todo, de nosotros mismos, de nuestra responsabilidad para tomar las riendas de nuestra vida y decidir qué queremos y qué no queremos en ella.
Nuestro verdadero sueño de Independencia se corresponde, en realidad, con el deseo de dejar de vivir en un sistema corrupto y negligente en el que tantas manos sucias malgasten los recursos de todos en satisfacer la ambición desmedida de sus particulares egos mientras se recortan partidas presupuestarias en los servicios públicos que cada vez nos atienden con mayor precariedad. Es de esa lacra que lleva manteniéndose impasible desde hace tantísimo tiempo, independientemente de quién nos gobierne, de la que soñamos con independizarnos no ya sólo los catalanes o los vascos, sino también todo el resto de ciudadanos que cada día se sienten más ninguneados por un sistema caótico y del todo insostenible.
La realidad nunca puede reducirse a lo que captamos con el objetivo de una cámara. Ese enfoque es sólo una porción minúscula de esa realidad, que puede transmitirnos mucha verdad, pero nos tiende la trampa de que podamos llegar a creer que es la única.
Si lo que perseguimos es ser realmente objetivos, no podemos olvidar que la verdad, por muy clara que se nos presente ante los ojos, siempre es relativa.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749