A la señorita Sefi le estaban robando las amígdalas, el temor crecía a medida que unas grandes manos y un aparato punzante y plata escudriñaba.
Las puntillas blancas del vestido pronto se empaparon de un color púrpura ingrato, además era su vestido preferido y también los zapatos blancos con lazos como mariposas.
La señora madre de la niña la sostenía con una calma aparente, y convencida de que aquella incursión era necesaria; de modo que se mostraba solícita y obediente a las indicaciones del médico. Todo lo contrario le ocurría a Sefi, que inquieta daba zarpazos, como un cachorro de tigre, casi. Aparentemente también una calma tensa y dolorosa al fondo del pasillo, en que algunos señores y señoras rezaban en la capilla de los Ángeles, arrodillados algunos, y otros menesterosos de obedecer salmos y alguna que otra verborrea de parte del párroco, que se alojaba en la última planta de sanatorio, justo en una buhardilla centenaria, algo retocada, pero con el olor de los cirios, el incienso, y fuera, pendiendo de las tejas en un armazón de cobre, una escultura de la Santa María, inclemente al frío o al calor, y sobre todo al paso de los años.
Un vómito súbito salió de Sefi y luego otro, y otro, y todo terminaba en un cubo de aluminio. Era escandaloso ver la sangre grumosa de pepitas rojas y restos de mucosidad. Era aterrador también ver a los médicos de un lado a otro, balbuceando ésto o aquello sin reparar en la expresión de los ojos de la señorita Sefi.
El consuelo se posaría sobre la niña más tarde, cuando en la habitación y junto a su madre, le tenían de sorpresa curativa un helado. En ese instante todos los terrores juntos se evadieron por la ventana y la niña se distrajo con tal premio, un helado que para ella tenía un color resplandeciente, igual que el sol, y es que nunca, nunca, había probado la golosina helada y cremosa.
Luego, ya en casa, las carantoñas de los familiares y los vecinos consintieron tanto a la señorita Sefi, que casi olvidó aquella trepanación injusta y sobre todo, porque los niños nunca ven lo que les pueda anteceder, y casi nunca sienten el miedo de antemano, salvo que, como ahora, la pequeña se viera asediada por aquellas inmensas garras que, para ella significaba el quitarle hasta las tripas.
Por la mañana alguien entró en la habitación y abrió las ventanas para que la luz se colara, y, de repente uno de esos rayos tocó la naricilla de Sefi y ella sonrió, pero en realidad le estaban ofreciendo otro rico helado, cremoso, como el de la noche anterior...
Texto: María Gladys Estévez