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Desmantelando el sueño: Glengarry Glen Ross (Éxito a cualquier precio) (Glengarry Glen Ross, James Foley, 1992)

Publicado el 22 septiembre 2025 por 39escalones
Desmantelando el sueño: Glengarry Glen Ross (Éxito a cualquier precio) (Glengarry Glen Ross, James Foley, 1992)

El discreto (en bastantes ocasiones, incluso algo menos que eso) director James Foley tiene sin duda su mejor película en esta adaptación a la pantalla de la célebre y representadísima obra teatral -premio Pulitzer de 1984- del dramaturgo, guionista y cineasta David Mamet. Situada en una oficina inmobiliaria de Chicago, la historia plasma las distintas maneras que tienen sus empleados, agentes de ventas a comisión, para mantener una extrema competitividad en un contexto de depresión y caída del mercado, al tiempo que sienten la presión para conservar su estatus económico, su reputación profesional o, en algunos casos, afrontar las deudas o los excesivos gastos derivados de los compromisos contraídos para atender imperiosas situaciones particulares. Para agudizar y acrecentar este escenario de máxima tensión, la acción se centra en una única noche y en un contexto de crisis empresarial en el que el incentivo a las ventas es la amenaza, una coacción que bordea la extorsión y supera ampliamente los límites de la humillación: quien logre unos mínimos de ventas, verá su empleo salvado; quien quede como vencedor al frente de la tabla se ganará un coche de alta gama. Ambos grupos se verán recompensados, además, con las mejores fichas de futuros clientes potenciales, las «Glengarry» (en referencia a una operación inmobiliaria concreta a la que se augura una rentabilidad extraordinaria), lo que, razonablemente, les permitirá mejorar sus ventas y aumentar sus emolumentos. Por el contrario, quienes no lleguen a las cifras mínimas de resultados serán puestos de patitas en la calle. La única ayuda que los exprimidos y agotados agentes reciben de la central de la empresa es una charla motivacional ofrecida por uno de los más exitosos vendedores de la compañía, un verdadero triunfador que conduce un coche exclusivo, viste trajes a medida y gasta reloj de oro, pero el resultado de este curso acelerado que no es más que una arenga más propia de un entrenador de lucha libre que de un experto técnico de ventas será más que contraproducente…

A falta de una dirección más imaginativa y de un mayor provecho del escenario (la acción transita entre la oficina, el bar de enfrente y el tramo de calle entre ambos, durante una noche de lluvia torrencial), la película descansa sobre dos pilares: la riqueza y hondura del texto, repleto de diálogos espléndidos y que define un drama de progresiva tensión creciente con toques de thriller, y las magníficas interpretaciones de todo el reparto, que derrochan intensidad, frustración, desesperación y tormento interior. En cuanto al primer aspecto, la obra teatral, de la que la película no logra desembarazarse (las principales críticas que recibió en el momento de su estreno apuntaban a lo poco que la película aportaba respecto a sus representaciones en los escenarios) y cuyo contenido traslada de manera fidelísima, supone uno de los más devastadores retratos de esta sociedad materialista y codiciosa sumida en el capitalismo más despiadado e insolidario, de la adicción al trabajo absorbente como único medio de realización personal, y del culto al dinero y a la ostentación de su posesión como el más pernicioso de los vicios del ser humano y principal síntoma de la pérdida de sus atributos. Este clima de exigencia perpetua, tanto por parte de la empresa en busca de resultados y balances positivos como del lado de los trabajadores en su persecución de la cima, degenera de forma estructural en un campo de batalla repleto de agresividad y desdén, de gestos airados y de maniobras barriobajeras, de triquiñuelas y engaños de mayor o menor dimensión, incluso de los jefes a los empleados y de estos entre sí, encaminados a convencer a los clientes de la conveniente adquisición de tal o cual propiedad con las intenciones y las maneras con los que un timador o un estafador embauca al primo de turno. La mentira, el disfraz, el fingimiento y la mayor de las indiferencias respecto a cualquier otra consideración que no sea la de la comisión a obtener como únicas estrategias comerciales, toda una alegoría de la omnipresente publicidad, de la mercadotecnia como salmodia cotidiana.

Desmantelando el sueño: Glengarry Glen Ross (Éxito a cualquier precio) (Glengarry Glen Ross, James Foley, 1992)

En el segundo plano, la película no puede concebirse sin las interpretaciones del estupendo elenco reunido, en particular Jack Lemmon en el papel de Shelley Levene, el agente más acuciado por la necesidad de dinero, los problemas personales y la enfermedad de su esposa (copa Volpi al mejor actor en el festival de Venecia), y Alec Baldwin como Blake, el intratable, petulante y grosero vendedor de éxito que intenta aleccionar a quienes ante sus ojos son unos simples inútiles, escoria que debería engrosar las filas del paro, un atajo de fracasados (son, con toda probabilidad, los mejores minutos de Baldwin en la profesión), en una secuencia breve que contagia al espectador toda la incomodidad y el desasosiego de la situación que viven las víctimas de su hiriente y humillante verborrea. Completan el cuadro Kevin Spacey como Williamson, el jefe de la oficina, que no es un vendedor como tal pero se ocupa de garantizar el apoyo logístico y material para el trabajo de sus subordinados; Al Pacino como Ricky Roma, vendedor exitoso y fanfarrón, cabeza de ratón de la oficina; Ed Harris como Moss, el más quemado de los currantes, el que está dispuesto a quemarlo todo, a dejar el empleo y establecerse por su cuenta o incluso a pasarse a las filas de su mayor competidor, si es necesario llevándose con él información y contactos que hagan daño a la empresa que tanto desprecia; Alan Arkin como George, el más discreto y, en apariencia más pusilánime y resignado de los vendedores, que hace lo que puede y se conforma con su mediocridad, víctima propiciatoria, por tanto, para que Moss lo tome como posible cómplice de sus resquemores (y mano material, tonto útil que le evite a él ser quien dé la cara y se juegue la integridad) y para que Ricky Roma presuma de sus dotes y de sus logros; Jonathan Pryce como James, el cliente algo blando, indeciso y modorro al que Ricky Roma está convencido de haber echado el lazo para colarle la suculenta venta de una parcela cuya comisión le permitirá escalar al primer puesto del escalafón y conseguir el coche del premio.

La angustia, la necesidad, la tentación, las nuevas fichas con los mejores clientes guardadas en el despacho de Williamson, introducen provisionalmente la trama en las claves del whodunit, la breve y algo superficial investigación de un robo del que los empleados son los máximos y únicos sospechosos. No es el thriller policial lo que interesa a la película, por lo que la mayor parte de este proceso queda en elipsis; lo que sí busca la historia es desmitificar el sueño americano, desmontar el catálogo de mentiras y falsedades sobre el que se construye, y revelar la deshumanización que implica la competencia salvaje, la necesaria aniquilación del semejante en la loca y descabezada carrera hacia el triunfo personal, la postergación y el sometimiento de cualquier emoción, de cualquier sentimiento, a la liturgia, las medias verdades y las trampas de los negocios, la errónea percepción de la realización personal ligada al éxito en el trabajo, a la derrota del compañero, la falsa impronta del éxito deducida de la posesión y del exhibicionismo de lujos y bienes materiales, la presunción, la petulancia, la insignificante y ostentosa vanidad de aquellos que son tan pobres que solo tienen dinero y hambre de él. El texto de Mamet, algo deslucido por la pobre puesta en escena de Foley, constituye una enmienda a la totalidad de la falsa idolatría del consumo y las teorías neoliberales del primer mandato de Reagan, aún vigentes a principios de los noventa (y hoy, aunque en su día pudiera parecer imposible, corregidas y aumentadas), un ataque a la línea de flotación de la falsa idolatría del dinero y del éxito (hoy, fácilmente extrapolables a la igualmente embustera persecución de la viralidad y del número de seguidores a cualquier precio y sin ningún escrúpulo), a la tan deliberada, tan norteamericana, tan capitalista y tan mentirosa equivalencia entre «más» y «mejor». Una vana promesa de sueño cuya única realidad es la más horrenda de las pesadillas, castillos en el aire construidos sobre la base de un negocio transitorio que gira sobre la propiedad de la tierra bajo la cual nos sepultamos.


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