Revista Coaching
Las concepciones e interpretaciones del talento van íntimamente unidas a las de la inteligencia como no podía ser de otra forma al tratarse de una expresión de ésta. De igual forma que hace décadas desechamos la vieja teoría innatista en torno a la inteligencia, hoy sabemos con certeza que no se nace con talento, sino que se trata de un dilatado proceso experiencial en el que confluyen múltiples factores endógenos y exógenos por igual. En otras palabras, el desarrollo del talento personal depende en los primeros años, entre otras cosas, del entorno familiar y social como contextos experienciales primarios, así como del escolar en términos más específicos. Pero, una vez integrados en el mundo laboral, la empresa se constituye en el principal factor diferencial. No existen organizaciones que atesoren talento por casualidad o simple coincidencia. Una empresa con talento no es fruto solamente de sus habilidades de reclutamiento y contratación, sino más bien de una firme convicción en el valor de las personas. Pero esta creencia no acostumbra a nacer con la empresa, salvo en aquellos casos en los que coincide con un profundo liderazgo fundacional basado en estas certezas. La realidad demuestra que el camino hacia el talento corporativo es un proceso complejo y progresivo que necesita, no sólo liderazgo sino también fuertes dosis revisionistas que acierten a construir estructuras de responsabilidad compartida muy alejadas de las absurdas creencias de la democracia corporativa. En una empresa, es necesario que algunos decidan y todos ejecuten, pero la clave reside en que ese “algunos” no sea un término exclusivo sino inclusivo al interpretarlo de acuerdo a los distintos contextos de decisión y riesgo. Llegar a ese punto exige recorrer un largo camino que debe comenzar por interpretar adecuadamente el propio concepto del talento. El talento es un cincuenta por ciento de aptitud y otro cincuenta de actitud, entendiendo lo primero como aquello que se sabe y lo segundo como una amplia predisposición a saber más. Las acciones dirigidas a potenciar y generalizar el talento en una empresa acostumbran a actuar sobre la actitud dando por sentado que la aptitud ya existe, cometiendo así un error estratégico que puede acabar llevando al fracaso. La aptitud, entendida como aquello que se sabe y se sabe hacer bien se acostumbra a dar por sentada cuando, en realidad, puede existir pero en un estado latente y, en consecuencia, prácticamente inoperativo en términos de talento corporativo. En una persona, “aquello que se sabe”, deviene tanto de su aprendizaje pre profesional como de su experiencia laboral. Acertar en lo primero es una cuestión derivada del talento de la empresa en sus procesos de reclutamiento y contratación. Pero lo segundo depende exclusivamente de lo avanzada que se encuentre la gestión del conocimiento en la empresa y no sólo en términos de recursos tecnológicos – ofimáticos sino esencialmente en la concepción y función de los flujos de conocimiento tácito – formal. En otras palabras, quizás el problema inicial resida en el hecho de que las personas saben, pero no saben lo que saben y, menos aún la organización en su conjunto. Si a esto añadimos el más que probable desconocimiento del valor de lo que saben y su posible potencialidad para detectar problemas y oportunidades así como para resolverlas, el circulo vicioso se cierra haciendo absurdos los planteamientos en términos de potenciación de la actitud. En definitiva, si por algún sitio debe comenzar el desarrollo y potenciación del talento en la empresa es por analizar el grado de consciencia individual y corporativa del conocimiento en términos de saber y hacer. La actitud es importante, pero no pasa de anecdótica generosidad sin una firme aptitud que la respalde. Pero la existencia de suficiente y probada aptitud pasa también por asegurarnos de que ha existido una actitud previa individual que permita transformar lo que se sabe en conocimiento y habilidades, así como una actitud corporativa que eleve todo ello a un punto de partida compartido a partir del cual comenzar a hablar de talento. Omitir todo ello en un ejercicio voluntarista que obvie el pensar lanzándose a actuar, sólo puede conducir al fracaso o, en el mejor de los casos, a una respetable experiencia que acabe por no cuajar debido a los consabidos imponderables. Y utilizamos el término fracaso y no el de error porque en términos de talento, no hay segundas oportunidades.