Muchas despedidas se hacen bajo la luz de las estrellas. La noche es un lugar mágico para aquellos que se quieren. La oscuridad, aderezada por el sonido de algunos animales que solo se atreven a hacer acto de presencia bajo su protección, crean un ecosistema en el que las emociones están dispuestas a salir. Así somos los humanos. A plena luz somos fuertes, maduros e imperturbables, pero cuando esta nos abandona sacamos a relucir nuestra verdadera cara: vulnerables, sentimentales y capaces de llorar.
El momento de decir adiós fue inevitable. Se habían empeñado en evitar el tema durante toda la noche. Ambos sabían que querían disfrutar de los últimos momentos que les quedaban juntos. Sacar a relucir el final antes sería como hacer un gran spoiler a sus emociones, como atar en corto a la felicidad y como obligarse a llorar antes de tiempo.
Es la magia de quererse. Por mucho que sepas que en un tiempo todo se va a acabar eres capaz de sonreír como un pelele mientras el tiempo corre a tu favor.Sin embargo, por mucha que a veces creamos que es nuestro aliado, el tiempo no trabaja para nadie, ni siquiera para sí mismo. Es la criatura más solitaria del mundo, pues el motivo de su propia existencia es también su condena. Solo es relevante porque le importa a la vida. En el momento en el que esta desaparezca nadie volverá a prestarle atención.
La hora llegó. Más tarde de lo que tenían previsto, pero aun así llegó. Ambos sabían que tenían que irse, que el día de mañana no les iba a esperar, que necesitaban dormir para afrontar sus objetivos, pero a ninguno de los dos les importaba. Solo querían estirarlo un poquito más, ser capaces de soñar durante unos instantes. Abrazarse, sentirse y respirarse. Llorar en el hombro del otro, inevitablemente, sabiendo que no arreglaría nada, pero usándolo como excusa para volver a unir sus cuellos.
LEER MÁSCarmelo Beltrán
@CarBel1994