La última película del francés Jean-Pierre Melville (el cineasta falleció al año siguiente), coproducción con Italia, es un film noir tardío pero realmente fuera del tiempo, descontaminado de su época. Formalmente frío, neutro, aséptico, emocionalmente apagado y distante, alude a los temas y enfoques propios del director en su faceta de guionista y realizador de género negro, pero a la vez manifiesta una tendencia deliberada a acogerse a una técnica y estética previas, más próximas al ciclo clásico, más artificiosas y artesanales, de estudio, como si la nouvelle vague y los años sesenta, en lo cinematográfico, y las convulsiones político-sociales vividas en la década inmediatamente anterior al rodaje, en Francia y el resto del mundo, en lo sociológico, no hubieran existido. Un aire decididamente retro que choca con la mayor parte del cine coetáneo, pero que confiere a la atmósfera invocada en el filme un toque de irrealidad casi onírica o fantasmal a pesar de la concreción de su argumento: el comisario Coleman (Alain Delon) persigue a una banda de atracadores liderada por su amigo Simon (Richard Crenna), con quien comparte amante, Cathy (Catherine Deneuve), propietaria de un club nocturno. Tras el robo de un banco situado en una populosa ciudad costera, no obstante sombría y solitaria durante el periodo invernal, la banda se propone asaltar el tren París-Lisboa para hacerse con un cargamento de droga transportado por el correo de un grupo criminal, y Coleman, gracias al chivatazo de un confidente de ambigua sexualidad, planea la trampa y la captura de los ladrones.
En la película predominan los interiores recreados en estudio por encima de los exteriores, limitados estos a la costa, al recorrido del tren y a algunas tomas de transición, generalmente de circulación y estacionamiento de vehículos. Los interiores reconstruidos resultan cruciales a lo largo de todo el filme, y van desde los decorados a de la sucursal bancaria, del interior del tren (vagones y compartimentos) a los despachos de la comisaría de policía, las habitaciones y los pasillos del hospital y la sala que regenta Cathy. Llamativos resultan en este punto la iluminación, siempre artificial, con las persianas permanentemente bajas en los interiores y el sol completamente ausente de los exteriores diurnos (los días aparecen siempre nublados, brumosos, apagados), y la utilización de telones pintados, tanto en los decorados interiores (por ejemplo, para emular la continuación del pasillo más allá de la sala del museo donde se reúne la banda de atracadores) como en tomas que representan exteriores nocturnos (el coche que para o arranca desde la entrada del club de Cathy, hacia una calle que se prolonga hacia la profundidad de la pantalla, pero que no es más que un telón pintado con algunas luces estratégicamente situadas para simular que se trata de un semáforo en ámbar, el lejano foco de un coche o la remota luz encendida de un apartamento). La apoteosis del uso del trampantojo como puesta en escena narrativa alcanza su eclosión en la operación del robo del tren, filmada por entero en interiores con el uso de maquetas ferroviarias y de un helicóptero de aeromodelismo cuya cabina, cuando aparecen en ella los actores, es un decorado con una transparencia al fondo.
Estos juegos de luz tenue y apagada y decoración interior y exterior, unidos al sonido continuamente amortiguado (el laconismo de los diálogos, forzado por la participación en el reparto de intérpretes norteamericanos como Richard Creena o Michael Conrad, o del italiano Ricardo Cucciolla, que no obstante pronuncian sus diálogos en francés, va acompañado de un efecto de sordina que minimiza los ecos del sonido salvo elementos muy puntuales: los disparos en la oficina bancaria, los timbres de los teléfonos, el silbido del tren y el rotor del helicóptero, las bofetadas que algunos agentes propinan a los detenidos…), dotan al conjunto de ese aire espectral al cual sirven igualmente las caracterizaciones, alejadas de cualquier rasgo de humanidad (así, la mecánica reacción de la banda ante su compañero herido), incluso en sus relaciones personales (una excepción parcial es el vínculo del comisario con su confidente, al menos al principio, en el que se detectan visos de comprensión y compasión que sin embargo no se mantendrán por mucho tiempo; otra, la situación particular de uno de los atracadores, antiguo empleado de banca, despedido por recortes de personal, que engaña a su afligida y cariñosa esposa fingiendo que acude a entrevistas de trabajo y a procesos de selección en otras ciudades cuando lo que realmente hace es ir a robar y, tal vez, matar), y las escenas filmadas en exteriores reales. Estas se limitan a los dos prólogos mediante los que Melville presenta a los personajes: en el primero, el vehículo que transporta a los atracadores se acerca al banco, y sus miembros salen individualmente del coche y se introducen en la sucursal fingiendo ser clientes; la ciudad, una localidad costera veraniega, ahora, en la soledad invernal, prácticamente despoblada, permanece en silencio, ahogada en la niebla, azotada por una tormenta que remueve el oleaje contra la playa y los malecones, mientras que los altos edificios de apartamentos y hoteles, construidos como prisiones, como celdas, observan mudos y desamparados a través de sus persianas bajadas y sus toldos recogidos. En el segundo, aparece el comisario Coleman con sus subalternos haciendo la ronda por el centro de París, y asistiendo a distintos escenarios en los que se han cometido actos delictivos, como el asesinato de una mujer o la pelea en el nido de amor de unos amantes homosexuales. Otros dos son los escenarios significativos situados en exteriores reales: en primer lugar, el entierro del botín en el campo, un dinero que, al modo de Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960), no será más que una pista falsa, un elemento argumental abandonado a su suerte y sobre el que no girará ningún giro dramático; y por último, el desenlace, ese enfrentamiento al modo del western entre Coleman y Simon, con Cathy como desapasionado testigo, un broche particularmente significativo a la carrera del maestro del polar.
Esta deshumanización de los personajes y la mecanización de sus actos a través de los recursos técnicos y de la particular puesta en escena empleados por Melville conducen la historia hacia un tratamiento muy peculiar de su naturaleza emocional. Alejada de los lugares comunes, tanto en lo que respecta al uso habitual de los triángulos amorosos (o sexuales) como en el reflejo de los aspectos característicos del género negro, son el misterio de las zonas que se mantienen en sombra (de qué se conocen los personajes, cuál ha sido su periplo vital, cómo se ha reunido la banda, a cuándo se remonta la relación de Coleman o Simon con Cathy o de ambos entre sí, quién es Cathy y de dónde proviene su frialdad y su disposición al crimen, ya sea cometerlo o ampararlo), las incongruencias argumentales (realmente, una deliberada intención de huir de la necesidad de tener que explicarlo todo y de cerrar los dramas conforme a un sentido narrativo lógico) y las inconsistencias formales (combinación de exteriores reales con recreaciones de estudio; interiores de decorados abigarrados y artificiosos), unidos al extraño vínculo trágico de Coleman y Simon, con Cathy como centro, los que proporcionan a la película su carga de emotividad. Más racional que pasional, se estructura como un juego de puntos numerados que unir con líneas en busca del perfil de un dibujo que cobre sentido, pero al que le faltan y le sobran puntos, y sobre el que se trazan líneas que no llevan a ninguna parte, a un infinito incierto, como los personajes de Coleman (condenado a girar en su coche noche tras noche por las calles de París) y Simon, derribado en tierra y sepultado, lo mismo que las sacas de dinero robado y enterrado que nadie busca, por las que nadie pregunta, pudriéndose bajo los dictados de un tiempo por el que ha pasado fugazmente como un simple objeto más, lleno de promesas pero destinado al olvido definitivo, eterno.