Hoy desperté, dejé mi corazón en la cama,
Y mis lágrimas en la almohada,
dejé mis sueños en una gaveta, y
me vestí con armadura de hierro,
me volví al espejo y me cuestioné:
¿Qué hago?
Y para no responderme, dejé también mis ideas,
allí renuncié a ellas, y a todo lo que tenía sentido.
Abandoné mis sentimientos
y decidí mostrar una sonrisa fría.
Mostré, además, la loba solitaria que habita en mí
y la insufrible criatura en la que me convertí.
Caminé durante horas, días, meses y años
contemplando los rostros
de la humanidad;
adornados con asquerosa belleza en sus entrañas.
Deseando engullir cada uno de sus movimientos,
porque la sensibilidad y la pasión formaban
el componente principal en sus almas.
Almas con aroma de rosas, con el
aliento de la creación y la viveza de una mirada enamorada.
Y queriendo lanzar al vacío a todo aquel,
perteneciente a este mundo de encanto,
encontré nuevamente mi reflejo.
Ahí estaba yo, observando la oscuridad de mi interior,
regando con espinas las flores marchitas
de mi ser inquebrantable.
Me vi como una reina malvada,
como alacrán en el desierto.
Me vi succionando la alegría del sol de las mañanas,
mientras que las nubes negras hicieron llover sobre mí
hasta ahogarme en un mar de discernimiento,
y no pudiendo saborear
el triunfo de mi malevolencia,
terminé ansiando volver a la habitación
donde había renunciado a lo más glorificable de mi ser.
Por: Olivia Perez