Revista Cultura y Ocio
Por Diego Martínez Gómez
Cuando el joven ermitaño se detuvo ante el imponente árbol, llevaba ya tres años de retiro y soledad. En su adolescencia se había opuesto con firmeza a la vida superficial y materialista de su entorno y, dejándolo todo, se había adentrado en la profundidad de las montañas, acariciando la vida sencilla que solo el retiro y la meditación le procuraban; evadiéndose, solitario, intentando anular el deseo.
Ahora, tres años después, como por azar, se había sorprendido a sí mismo dejándose fascinar por la simple figura de un árbol, un viejo y sobrio roble, pero… ¡cuánta profundidad emanaba de ella!
No pudo evitar derramar una lágrima. Durante tres años había vagado entre aquellos bosques y montañas intentando sosegar su mente y su alma en una constante pugna interna por hallar el equilibrio y la iluminación y apenas se había detenido a observar. Se abstraía durante horas en su meditación, se sumía en profundos estados de trance y olvidaba todo aquello que le rodeaba para, en el silencio del recogimiento interior, encontrarse a sí mismo, dar un nuevo sentido a su existencia. El monje errante se encerraba en el misterio y deseaba su encuentro.
El asceta se detuvo y se percató. Estaba llorado. Se había dejado guiar por sus pasiones. Durante un instante sintió vergüenza, pero esta pronto se desvaneció para dejarse llevar por la impresión que lentamente lo embriagaba, lo poseía. Por un momento comprendió los misterios del universo: la vida y la muerte, el tiempo, la armoniosa belleza de la creación. ¡Halló el Misterio en aquel árbol!
En su vetusta figura, asimétrica y cargada de vida, se leían todas aquellas virtudes que durante tanto tiempo se había exigido a sí mismo: la soledad, la paciencia y la espera, la imperturbabilidad… Aquel árbol no juzgaba, no esperaba nada ni se dejaba atar por la avaricia, la sensualidad o la ambición; se limitaba a ser y a estar. Y permanecía. Esa era su misión.
El monje, de poblada barba y raída túnica, estaba abrumado. Agradeció la sombra que aquel árbol le ofrecía sin pedirle nada a cambió. Se recostó y contempló. Sin duda en él convergían cielo y tierra. Sus raíces se adentraban bajo tierra buscando lo que en un tiempo fue el centro del universo y su frondosa copa colmada de verdes hojas por las que la vida fluía con lentitud se abría paso hacia el cielo, en un intento por abarcar el firmamento.
Observó cuanto se parecía aquel árbol a lo que debía ser un místico. Aquel árbol no tenía prisa por vivir, ni tampoco temía la muerte. Era y estaba. Siempre. Bajo el oscuro manto de la noche o bajo las inclemencias del sol del mediodía. Esperaba, sin prisas, en perfecta armonía con el entorno y consigo mismo. Parecía haber hallado la iluminación.
Todo ello había aprendido de aquel árbol el joven ermitaño. Encontró el Misterio, se dejó embriagar por él y hallo la forma de poseerlo eternamente. Decidió fundirse con aquel árbol, y, en un eterno abrazo, fundió en él su espíritu. Comprendió entonces, la importancia de la contemplación.