Cuatro importantes nombres del Free Cinema se dan cita en esta tragicomedia realista, considerada el mayor éxito del cine británico de la década: el productor Harry Saltzman, que junto a Albert R. Broccoli iba a iniciar muy poco después la aventura de la saga de James Bond, el agente 007; el cineasta Tony Richardson, aquí en labores de producción; el director de origen checo Karel Reisz, refugiado judío en Gran Bretaña a causa de la invasión nazi de su país; y el actor Albert Finney, uno de los iconos de su generación. La película recoge el incipiente espíritu de rebeldía de su tiempo y anuncia lúcidamente el inevitable futuro de desencanto y frustración a corto plazo, el principio del fin del sueño utópico de la década. Su protagonista, Arthur Seaton (Finney) reúne la caracterización básica del joven que se adjudica el papel de encarnar todo lo opuesto a lo que para él representa la generación de sus padres: su carácter es agrio, sus modos son toscos, su desdén para los demás apenas se ve recortado por la camaradería de la amistad con un muy reducido grupo de personas; su desprecio por el orden heredado, las leyes o las normas sociales es prácticamente absoluto. Su voluntaria intención de contravenir todo precepto que le venga impuesto nace de su necesidad de romper con la rutina y el aburrimiento de una vida de tránsito corto, de la casa de sus padres a la fábrica, ida y vuelta, con largas paradas de fin de semana en los pubs, en los bailes y en las ferias, donde da rienda suelta a su verdadera naturaleza, al descontento que lleva dentro y que lucha por brotar, por manifestarse en un odio irascible por todo lo que lo rodea. Su único objetivo vital, pasárselo lo mejor posible en las horas que no se ve obligado a permanecer en su puesto de trabajo, está por encima de cualquier otro aspecto, de cualquier otra persona, incluso de sus amigos o de sus compañeros de trabajo casados.
Así, Arthur mantiene una relación adúltera con la esposa de un compañero; el puro goce sexual se complementa con la gratificante conciencia de estar quebrantando la institución matrimonial, además de burlando la lealtad por un hombre al que en el fondo desprecia. La existencia de Arthur es, por tanto, precaria pero, no obstante, a su modo, feliz. Su única responsabilidad, al menos la única que asume en serio, su único compromiso moral, consiste en su autosatisfacción, no hay ningún otro criterio a valorar. Este estado de adolescencia permanente, metáfora del sueño utópico de los sesenta, desemboca, sin embargo, en un embudo del que empieza a resultarle muy complicado escapar sin dejarse algo, o todo, a cambio: al tiempo que su amante queda embarazada y se ven obligados a buscar medios para solucionar el problema (su querida tía, la única persona con la que Arthur conecta y por la única que es capaz de plasmar algo parecido al afecto, se muestra incapaz de ayudarles con sus antiguos remedios de vieja, por lo que desaparece al instante del imaginario de Arthur), se encapricha de una muchacha que, educada de forma más tradicional, desea un noviazgo más convencional, serio, comprometido, encaminado al futuro del matrimonio.
Pubs, barriadas obreras, tiendas de barrio, callejones, patios traseros, solares abandonados, extrarradios deprimidos y zonas en apariencia despobladas son los escenarios por los que discurre esta historia que es espejo de su época. La familia, el orden socioeconómico, el derecho de propiedad, las relaciones de pareja, la Corona, la policía e incluso el ejército reciben en algún momento los comentarios despectivos o las actitudes hostiles (y en casos muy concretos, violentas) de Arthur y de quienes viven como él, rechazando todo lo que les ha venido dado, suspirando por una alternativa egoísta, no global, no para todos, solo destinada al propio confort. La advertencia, en suma, de lo que estaba por venir, más pronto que tarde, respecto a los protagonistas reales de aquel tiempo. Reisz se mantiene dentro de las directrices del realismo social, al que añade la actitud contestataria del Free Cinema, pero además tiñe su historia de cierta ternura y melancolía por aquello que no pudo ser. Las tomas cortas, los primeros planos de las secuencias de la fábrica y del pub se abren a menudo en planos generales, mostrados desde arriba, que muestran la pequeña ciudad mecida por la bruma o bañada por un sol débil y neblinoso. Una sensación de desencanto que se consuma en el lúcido broche final, con la cámara situada en una de las lomas que rodean la ciudad, allí donde las parejas van a achucharse a escondidas, y la observación de Arthur y su joven prometida descendiendo lentamente hacia un bloque de nuevas casas recién construidas, allí donde los matrimonios aspiran a formar nuevas familias. El amor convencional, la pareja, la familia, el aburguesamiento del pequeño barrio residencial como imagen de la derrota total, de la muerte del sueño. La dificultosa y tardía pero exitosa e inevitable domesticación del salvaje y su asimilación en la sociedad convencional. Una imagen que dialoga y contrasta con el Arthur del comienzo, cuando, tras vencer en su competición personal de beber jarras de cerveza negra, tras disimular un perfecto estado de sobriedad ante la concurrencia, se desploma escaleras abajo en la trasera de un local. Fortaleza aparente que esconde una debilidad estructural, la del autoengaño deliberado, la del éxito vacío, la nada de los días repetidos y sin futuro. El choque entre la fantasía etílica de la noche del sábado y el cruel despertar en el mundo real del domingo por la mañana, la hora de la resaca, del dolor de cabeza, del malestar y las lamentaciones. Del fingimiento de que todo va bien.
La libertad aparente de esas lomas y colinas, donde el aire es más puro y el viento puede azotar abrigos y peinados, choca con la prisión de la ciudad. Calles estrechas, rodeadas de muros de ladrillo o de paredes construidas de tablones de madera, pasajes y callejones que comunican edificios y patios casi nunca iluminados por la luz del sol; casas angostas cuyos muebles apenas dejan el paso libre, pequeñas habitaciones de techos bajos repletas de objetos, asfixiante atmósfera de horteras papeles pintados que no deja espacio a la libertad de movimientos, que apenas permite desenvolverse, vivir, aunque a los jóvenes les intentan convencer de que esa es la única vida a la que se puede aspirar, la mejor de las vidas posibles. El pub, pero sobre todo los bailes y las ferias al aire libre, su promesa de luces, atracciones, premios y comida para llevar, espejismo o trampantojo de esa ilusión de prosperidad y modernidad que anuncia el nuevo consumismo de posguerra, la reindustrialización y la reconstrucción posterior al conflicto bélico, la comodidad material como falso profeta de la libertad y del ascenso social y personal. Prisión envuelta en el oropel de lo material, mientras el espíritu se vacía en la decepción, en las calles cortadas del fracaso. Arthur se debate, corre, grita, insulta, se pelea, se emborracha, se niega a amar, busca denodadamente un resquicio por el que huir para lograr ser rey de sí mismo. Por eso su derrota duele tanto, porque es la nuestra; cada paso que da en su lucha lo acerca más y más, de manera inexorable, al más profundo de los fracasos. El final, interrogante que plantea Reisz en cuanto al futuro de esa pareja mientras camina por la ladera descendente de la colina hacia su futuro nuevo barrio, conversa y se ilustra con las miradas de rencor y resentimiento que cruzan los personajes enfrentados y vencidos por el adulterio y el abandono. Frustración callada, infelicidad muda disfrazada de aspiraciones de prosperidad y envuelta en la insatisfacción de una comodidad limitada a lo material.
La película de Reisz se muestra descarnadamente inteligente y lúcida, admonición de lo que viene, canto a la pérdida de lo que en el momento de su filmación todavía era solo una promesa colorista y alegre. Retrato amargo de un porvenir que supo captar con brillantez y una deslumbrante capacidad premonitoria.