Parte central de la llamada «trilogía de Noriko», abierta con Primavera tardía (Banshun, 1949) y cerrada con Cuentos de Tokio (Tokyo monogatari, 1953), pero sin que exista más relación narrativa entre ellas que el protagonismo de un personaje así llamado, siempre interpretado por la dulce Setsuko Hara, esta película del maestro Ozu, también conocida en España como Principios de verano, ofrece una profundización en la que es una de las líneas temáticas de la filmografía del cineasta nipón, la de la concertación de un matrimonio y la inevitable disolución de la unidad familiar como testimonio del inexorable paso del tiempo, a la vez que muestra la progresiva depuración en la desnudez de estilo del director hacia una cada vez mayor sobriedad y sencillez, de las que dejará hermoso testimonio en sus inmediatas películas posteriores. Acompañada de algunos de los intérpretes más presentes en la trayectoria de Ozu, que repiten aparición a lo largo de los episodios del terceto (además de Hara, Chisû Ryû, Kuniko Miyake, Haruko Sugimura, Chieko Higashiyama…), la película presenta a una familia de la Tokio de posguerra cuya vida transcurre serena y tranquila, excepto por el hecho de que Noriko, de 28 años, aún no se ha casado. Este detalle genera preocupación en su madre y en su hermano, un prestigioso médico, debido a la presión social que existe sobre las familias y, en particular, sobre las mujeres japonesas para que contraigan matrimonio a edad temprana. El choque entre la sociedad tradicional y los nuevos modelos surgidos tras la guerra al aire de la ocupación norteamericana y la inevitable invasión cultural tienen como centro a la joven, que invierte su tiempo en su trabajo como secretaria y en salir a divertirse con sus amigas (dos de ellas casadas), sin plantearse la necesidad de tener un marido que le prive de esa vida sin ataduras. Otros son, sin embargo, los planes de su familia, que escoge como candidato a marido a un hombre, ya cuarentón, que nunca ha contraído matrimonio.
La película cuenta con todos los signos reconocibles en la filmografía de Ozu: la convivencia entre tradición y modernidad subrayada visualmente por la combinación de elementos urbanos e industriales (las calles y el tráfico, los trenes y las estaciones, los letreros luminosos y las señales de tráfico en inglés) frente a los propios de la naturaleza (el campo, los trigales, la playa, los bosques, la montaña), y también mediante el vestuario de las mujeres (algunas de ellas se atavían con kimono mientras que otras, sobre todo las empleadas de los grandes edificios de oficinas, se han abierto ya a adaptarse a las modas occidentales); la alargada sombra de la Segunda Guerra Mundial en la vida diaria japonesa de los años 50; las secuencias durante las comidas y las charlas en torno al sake; las reuniones y los corrillos privados en los que se habla de relaciones familiares y de matrimonios mal o bien avenidos; los insertos de planos fijos de árboles, vías férreas, montañas o paisajes que separan las distintas secuencias de contenido dramático; las composiciones en las que abundan las líneas geométricas y los cuadrados y rectángulos que generan simetrías proporcionadas, encuadres recortados dentro del encuadre; los intérpretes mirando a cámara o con una desviación muy leve del objetivo; el empleo de la lente de 50 mm.; la cámara colocada a la altura de una persona sentada en el tatami, aunque con el añadido en esta ocasión de tres movimientos de travelling, colocados en instantes concretos y muy significativos, que permiten asistir a algo tan inusual en la técnica del cineasta como es el deslizamiento de la cámara. Como variable también en otras películas de esta fase de la carrera del cineasta -así, por ejemplo, en Las hermanas Munekata (Munekata kyodai, 1950)-, se introduce el contrapunto humorístico -y por momentos, irritante- de unos traviesos niños, los hijos pequeños de la familia, que vacilan a sus padres y abuelos con sus travesuras, terquedades y fechorías (empeñados en que les compren vías para sus trenes eléctricos), y también se dedican a martirizar al tío abuelo sordo y desdentado recién llegado del pueblo gritándole en la oreja.
La película muestra la asombrosa -para entonces- modernidad adoptada por muchas jóvenes japonesas de la posguerra, su deseo de vivir de manera independiente y autosuficiente frente a determinada cultura familiar y de alargar esta autonomía durante el mayor tiempo posible, pero también el peso de una tradición en la que, no obstante, se abren grietas profundas. Así, Noriko, que se hace la remolona respecto al arreglo matrimonial que su hermano ha empezado a negociar, sorprende a todos con una decisión inesperada: su compromiso con otro médico, viudo y con una niña, al que lleva tiempo queriendo en silencio sin que él lo sepa y sin que la película haya hecho sospechar nada al espectador. Esta revelación causa estupor en su parentela, partidaria de cerrar el asunto con el cuarentón y olvidarse de la incómoda alternativa (casarse con un viudo, además ya padre, es casi tanto o peor que permanecer soltera), pero para el público, en particular para el japonés de aquel momento, introduce una variante de lo más significativa y esclarecedora: son las mujeres, Noriko y su futura suegra, ajenas a las intenciones, a los criterios y a los deseos masculinos, las que acuerdan los términos de la unión, cada una por sus propios motivos: la madre del hombre, porque de este modo ve menguadas sus respectivas soledades, la suya y la de su hijo, ante su proyectado traslado para ejercer en una pequeña ciudad de un remoto enclave rural; Noriko, porque por fin se libera a ella misma y a su familia de la presión social, ya asfixiante para una mujer que frisa la treintena, al tiempo que descarga a su familia de tareas negociadoras -usurpando, eso sí, su puesto para lograr exclusivamente su mejor interés-, y, seguramente, porque así ve cumplido un anhelo amoroso que latía muy profundamente en ella, quizá sin que, como el espectador, llegara a ser consciente del todo.
El sentimiento de pérdida, sin embargo, muy presente y poderoso en toda la filmografía del cineasta japonés, termina ocupando un lugar central. Porque la decisión de Noriko comporta obligatoriamente el cambio de vida para todos, la disolución de la armonía y de la unión familiar (incluso la pérdida de recursos que supondrá su abandono de su puesto de secretaria), de manera que la breve alegría del compromiso viene insoslayablemente acompañada de la congoja por una ruptura de lazos afectivos y de proximidades diarias que se sabe definitiva. Y es ahí donde esos insertos y esas bellas imágenes de la naturaleza filmadas por Ozu adquieren todo su sentido: la vida transcurre conforme a sus reglas irrenunciables, a los seres humanos no les corresponde sino ocupar su lugar y cumplir fielmente sus designios, con comprensión y resignación, asumiendo la pérdida y el sacrificio como un necesario progreso en su camino de crecimiento y perfección. De este modo, el tiempo, las personas, las familias, las circunstancias, se van sucediendo, pero siempre hay algo que permanece inalterable, como esos bosques, esas montañas, que es la tradición, la cultura, una forma determinada de hacer y entender las cosas, los rituales sociales, los deberes para con los otros, antepasados y descendientes. Por el camino, un puñado de hermosas y melancólicas imágenes nos recuerdan lo que de trascendental y bello tiene también ese necesario periplo, imágenes que pueden resumirse en quizá la más elocuente y sugestiva: dos mujeres, con camisa blanca y falda larga, ascienden lentamente por una duna para asomarse a la pendiente que se desliza hasta la playa y la línea del mar. Mientras caminan fatigosamente, hablan de las incertidumbres del futuro, se dirigen a un horizonte en el que el mar, la arena y el cielo se mezclan en una fina y lejana línea, pero detrás de ellas van dejando un rastro de huellas que conduce al lugar desde el que han partido.
Una bermosísima metáfora visual de la singladura de la vida, de esas vidas que son ríos que van a dar a la mar.