Lo siento otra vez, llevo mi años sin actualizar el blog y sin dar ningún tipo de novedad sobre el libro del viaje. La verdad es que últimamente llevo una vida un tanto agitada entre el trabajo, las clases que imparto en una academia y otros asuntos personales. Pero tengo una gran noticia, el libro ya está escrito!
Lo acabé hace un par de meses y ahora solamente me estoy dedicando a recortar partes que sobran por no aportar nada a la historia (sobretodo del principio) y a corregirlo con la ayuda de unos amigos. Las primeras 130 páginas están más que revisadas y ahora estamos con la segunda parte del manuscrito (sobretodo con el acento argentino). Cuando terminemos con esta, llevaremos ya la mitad del libro completado.
Acabar este proceso de revisión no sé cuánto nos llevará, pero el final ya está más cerca y espero que la siguiente entrada trate sobre su publicación (y que tenga título). Para poneros los dientes largos, os dejo un extracto de esta segunda parte, que recibe el sobrenombre de "agua" y que trata sobre mi llegada a los andes. Espero que os guste y que me ayudéis a corregirla de paso jeje
2.2. Esquel, la ciudad minera
Examiné la hoja en la que había escrito los datos y confirmé que me encontraba en el sitio correcto. Abrí la pequeña puerta del jardín y seguí un camino de piedra custodiado por varios gnomos con capuchones rojos que se parecían a aquellos que me habían llevado en coche, meses atrás, en Río Gallegos.
Me acordé de ellos y de aquella magnífica sensación que había tenido haciendo autostop durante mis primeros días en suelo Argentino. Ya llevaba unos cuantos meses por allí pero la magia por la que se definen los nuevos comienzos no se estaba perdiendo, ya que cada día el sol salía y se ponía de una manera diferente para mí, haciendo que la rutina y lo novedoso convergiesen en una misma espiral semántica tal y como lo hace la pasión y el aburrimiento en un matrimonio que ya ha celebrado las bodas de oro y todavía sigue enamorado.
Al final de mi pasos, me encontré con una casa construida con tablas de madera. El lugar estaba oscuro, pues todavía quedaban unas horas para que el sol se quitase las legañas de los ojos pero, aún así, podías apreciar muchas cicatrices que el tiempo había dejado en su fachada. Se notaba que aquella casa había presenciado el comienzo y el final de muchas historias.
Me acerqué a la puerta y llamé tímidamente, esperando que la mía no tuviese un mal comienzo y que Ana me estuviese esperando despierta, lista para refugiarme del frío. Todavía estaba en la patagonia argentina y a una altura considerable, en las montañas, así que ni todo el frío que me había intentado abatir en la ciudad del fin del mundo podía rivalizar con el que estaba viviendo en mis huesos (otra vez) aquella noche.
Al picar en la puerta, escuché como alguien corría las cortinas de una de las ventanas que daban al porche donde me encontraba.
— ¿Eres Teo? — preguntó una mujer cuyo color de pelo te informaba de que ya hacía tiempo que sabía cómo funcionaba el mundo.
— Sí...— dije.
Volvió a correr las cortinas y escuché como se acercaba a la puerta.
—Ché, ¿cómo estás? — me saludó abriendo la puerta —. Entrá, entrá, no tengás miedo.
— Gracias.
Acepté su oferta moviendo mis piernas hacia adentro y, al entrar, también vi un hogar que había presenciado mucho.
— Sentáte mientras yo preparo un poco de mate y desayuno, que estarás cansado — me dijo Ana con un tono cálido y maternal en su voz.
Le hice caso y me senté en un sofá que entreví en la oscuridad mientras que ella no paraba de hacer ruido en lo que deduje que era la cocina de la casa. La observé con la poca luz que tenía. Era bajita y delgada, pero lo que verdaderamente destacaba de ella eran sus movimientos. Se movía por la cocina con mucha soltura pero también con mucho respeto y dignidad, parecía que tratase a los objetos como si fuesen personas.
Mientras estaba sentado observándola, una puerta se abrió a mi izquierda dejando salir un poco de luz eléctrica. Giré la cabeza para ver quién o qué la había abierto y allí estaba él, un ángel perdido en mitad de los andes. Tendría unos 2 o 3 años de edad, rubio y con unos gigantescos ojos azules que me miraban con mucha curiosidad. La luz que escapaba de la habitación que había abierto se postraba en su cabeza creándole una aureola angelical que le otorgaba una gran semblanza con ese ángel que se cuelga siempre en los portalitos típicos de Navidad en las casas españolas.
Se acercó y se puso enfrente de mi rodilla, mirándome sin decir nada.— ¿Quién es este señorito? — le pregunté esperando obtener una respuesta a aquella aparición divina.
Se rió sin contestar.
— Anda, respóndele que te está preguntando el hombre— dijo una voz de mujer.
La puerta por donde había salido el chaval se abrió completamente y de ella salió una chica que me enamoró a primera vista. Debía de rondar mi edad, morena y con unas rastas que le llegaban hasta los pies. Era increíblemente guapa de cara y tenía unos ojos color miel que podían endulzar cualquier momento amargo.
Encendió la luz de la sala y dejó que viera que estábamos en un comedor, que yo estaba sobre un sofá rojo y al fondo Ana efectivamente cocinaba. Volví a mirar al ángel y vi que no era cristiano sino Ras Tafari, también tenía rastas.
— Me llamo Alué y tengo 3 años — confesó el niño dándome la mano.
Se la apreté y me presenté. Seguidamente, me levanté y le dí dos besos a la que deduje que debía de ser su madre.
— Soy Teo, encantado — dije poniendo ojos de galán.
— Me llamo Nadia, soy la hija de la anfitriona — respondió penetrando en mi mirada y despojándola de toda galantería.
— Ya conocés a toda la familia Teo — dijo Ana desde la cocina —. Nadia, este es Teo, el voluntario de España que viene a ayudarnos con Arriba la Luna.
La miré y afirmé con la cabeza.
— Ah mira qué bien — respondió —. Séntate en la mesa, que el desayuno ya está casi listo y vos estarás cansado.
Me senté con ellos, mientras Alué jugueteaba con los restos de algo que algún día había sido un puzzle, y Ana me sirvió mate y unas pastitas recién sacadas del horno.
— A qué te dedicás allá en España, Teo? — me preguntó Ana.
— Soy profesor — le respondí.
— Ah, de jardinería, de agricultura, ingeniería? — preguntó Nadia.
— No, de Filosofía.
Madre e hija se miraron riéndose cuando les confesé qué asignatura enseñaba.
— ¿Qué hay de gracioso en ello?
— Nada, nada — contestó Nadia quitándose la risa de la cara — ¿Sabés algo de trabajar con el campo?
— No mucho — confesé — . Cuando era pequeño estuve ayudando a plantar tomates en el huerto de mis tios, en Granada.
—¿Nada más?
— No, he sido siempre un hombre de ciudad.
Se volvieron a mirar y se volvieron a reir.
—Pero estoy viajando para aprender cosas — añadí.
— Vaya si aprenderás, aquí, vaya — dictaminó Ana.
Cuando estaba en Puerto Madryn, trabajando en el hostel de mi amigo Vincent, estuve investigando sobre el siguiente voluntariado que iba hacer. Mi experiencia ayudando en un hostel no fue muy satisfactoria que digamos. Vincent era una gran persona y conocí a mucha gente buena allí, pero el trabajo de mi día a día no me enseñaba nada.
Pasé un mes muy gratificante en la ciudad de las ballenas, pero también me hizo darme cuenta de que mi siguiente destino tenía que enseñarme cosas nuevas, que diese más sentido a este viaje de aprendizaje. Así que busqué y me puse en contacto con el voluntariado más raro y desconocido para mí.
— Estoy para ayudaros y aprender. Leí en la web que era un proyecto para construir una granja ecológica que más tarde serviría de comedor social. ¿No es así?
— Más o menos, la granja ya está construida. La hicimos de barro con otros voluntarios — explicó Ana .
Intenté negar mi cara de asombro ante la palabra barro. Por aquel entonces no tenía ni idea de que una casa se pudiese construir con barro.
—¿Barro? — pregunté — ¿Cómo en la playa?
Madre e hija se rieron de mí una vez más.
—Más o menos — respondió Ana.
— Entonces, si la granja de barro ya está construida…¿qué tengo que hacer?
—Hacerla crecer — añadió Nadia con una sonrisa.