Hasta hace pocas décadas el progreso (así nos lo hicieron creer), era sinónimo de desarrollo humano, y éste se erguía sobre las bases de la tecnología y el urbanismo. Progresar era construir, dejar una huella diferenciadora; la impronta del hombre dominando cielo, mar y tierra. Vivimos la explotación de la naturaleza, una forma depredadora de esclavitud medioambiental.
Bosques talados, carreteras o fábricas eran símbolos de progreso por el bien de la economía, y el avance no se discutía, se admitía con vítores y aplausos. Se desdeñaban las consecuencias de cualquier acto por amor al dinero, y poco o nada importaba el equilibrio entre beneficios eventuales y daños permanentes, de modo que la ecología, y por ende, el medio ambiente, se convirtieron en rarezas “hippies”, trasnochadas o utópicas. Era contaminación para hoy y preocupación para mañana.
Todo siguió así, hasta que más que ver las orejas del lobo sentimos su aliento; vimos a un palmo las fauces del falso progreso buscando la yugular de la sociedad de consumo. Y quisimos cambiarlo, casi sin tiempo. Y ahí seguimos, al borde de un abismo ecológico, luchando por retroceder en el tiempo para avanzar en la dirección correcta, acojonados, porque sin humanidad para escribir la historia, no habrá historias que contar.