Revista Opinión
Hace unos días, mientras daba un solitario pero inspirador paseo en el antiguo cementerio limeño "Presbítero Maestro", tuve oportunidad de apreciar esa mezcla de fascinación y temor que los humanos tenemos ante la muerte, expresada marmóreamente en los monumentales mausoleos que las familias más acomodadas dedicaban a sus fallecidos. Cristos, ángeles, vírgenes, deidades griegas, leones míticos y otros seres fabulosos formaban parte de toda esta parafernalia de la extinción corporal. Irónico homenaje, en el cual el único que no puede apreciarlo es el homenajeado. Por supuesto que no todas las familias podían rendir semejante tributo a sus occisos, de modo que hasta en la muerte, el estatus socioeconómico impone su intransigente presencia: muchos -la mayoría en realidad- debían conformarse con un simple féretro de pared recubierto con una lápida de mármol, o simplemente con una humilde cubierta de cemento y letras pintadas (la última foto es bastante gráfica respecto a estas diferencias sociales post-mortem). Por supuesto que pecaríamos de ignorantes si pretendiésemos reducir tal realidad a nuestros tan vilipendiados tiempos postmodernos o inclusive a nuestro pasado más reciente, y ahí están las tumbas de Sipán o las pirámides de Gizeh para comprobarlo. En lo que a mí respecta, que no creo en cristianas sepulturas ni vidas ultraterrenales, una vez que el mundo se libre de mi existencia, que me arrojen no más al río Rímac, o si prefieren, al mar. Previa cremación, por supuesto, pues no quisiera convertirme en una contribución póstuma a la contaminación ambiental.