MOLLY: ¿Te cuesta mucho?
FRANKIE: No tienes idea.
MOLLY: ¿Por qué has empezado de nuevo?
FRANKIE: Primero tendría que saber por qué empecé. Supongo que fue por simple curiosidad. Louie me dio la primera dosis gratis. Pensé que podría tomarlo y dejarlo, y lo tomé; y después cada vez más… Un día que Louie no estaba me volví loco buscándolo; me encontraba mal, realmente mal. En toda mi vida me había encontrado tan mal. Comprendí que estaba enganchado, sentía como un peso tremendo sobre mi espalda. La única forma de poder soportarlo era inyectándome otra dosis.
———————-
LOUIE: ¿Nervioso? ¿A qué esperas?
FRANKIE: No me hables de eso, no quiero ni oírlo.
LOUIE: Sí, ya lo sé. Una vez tuve un vicio. No: los dulces, los caramelos; comía demasiados. Cuando entré en el ejército me encontraron azúcar en la sangre. Mi vida peligraba si no renunciaba a los caramelos. Humm, renuncié a los caramelos.
FRANKIE: No sabes cuánto lo lamento. ¡Qué tragedia…!
LOUIE: Lo fue. Sentí durante mucho tiempo una sensación de vacío. Pero eso no tengo que explicártelo.
FRANKIE: ¡Pues no lo hagas!
LOUIE: Quiero decir que esa obsesión ocupa completamente el cerebro y no te deja pensar en nada.
FRANKIE: Eres una fuente de sabiduría, ¿eh?
LOUIE: ¿Sabes lo que hice? Me dije a mí mismo: “Está bien, renunciaré a los dulces, pero no empezaré hasta mañana. Por ser la última vez voy a darme un atracón con todos los dulces que pueda”. ¡Me compré ocho dólares de dulces y los llevé a mi habitación! ¡Me pasé toda la noche comiéndolos…! Sudaba, los devolvía, pero seguía comiendo. Desde entonces, cuando tengo ganas de comerme uno, pienso: “No te quejes, amigo; hubo una vez que disfrutaste”. ¿Me comprendes?
The man with the golden arm. Otto Preminger (1955).