“El viento que me da en la cara me proporciona una sensación de libertad que ya solo siento a través de otros. Mi imaginación en estos momentos es incapaz de liberarme de todo aquello que me ata a la vida más real. Sin embargo, esta percepción que me proporciona el aire que roza mi rostro no es baladí, porque sé que también es la culpable de que transite más deprisa que nunca hacia un definitivo y seguro final. A pesar de todo, mientras voy subido en el caballo, no soy consciente de ello porque me parece que estoy inmerso en uno de mis sueños imposibles, como imposible es mi curación...
...«La poesía como misterio», pienso. Y me dejo llevar por los vericuetos intransitables de la vida soñada; una experiencia que me aleja de mí y de mi mutilado cuerpo. Atravieso la fina tela de la realidad para llegar a un lugar donde no existe el tiempo; un lugar en el que la belleza es como un manto divino que me cubre los sentidos, dotándolos de un poder infinito. Cuando llego a este punto de ensoñación, mitad perverso mitad mágico, siempre me acuerdo de Shakespeare: «¡la carrera de Otelo ha dado fin!», porque lo que yo he dado en llamar capacidad negativa «no es sino la posibilidad de perder la identidad de la realidad para poder convivir con el misterio, y eso lo aprendí de él». Mi poesía es subjetiva y fragmentaria a partes iguales, y está interesada en la naturaleza y en el yo, tan intensa como desesperadamente. Mi identidad como poeta se refugia en la intimidad a través de mis ansias de libertad, mis frustraciones amorosas, mi fantasía y mi angustia vital. Ahí es donde se establece una confrontación entre placer y dolor, justo la que me arremetió cuando compuse las odas. Durante esos días me encontraba en un proceso cuya evolución se movía entre «el estado de indeterminación y el sentimiento de fracaso que me suponía reconocer mi limitación tanto humana como artística». El poder de mis palabras era la única arma a mi alcance con la que podía contar para enfrentarme a esa sensación de abandono y derrota que se instalaba en mí cuando terminaba un poema. Me sentía como si una parte de mí se hubiese desprendido de mi cuerpo y, a la vez que iba creciendo por dentro, menguaba por fuera. Ese juego de contrarios es en el que siempre se ha movido mi proceso creativo, del que nunca he llegado a comprender esa dualidad mortal entre creación y destrucción.
«Me duele el corazón, y un sopor doloroso aturde
mis sentidos, tal si hubiera tomado cicuta
o bebido un pesado narcótico hace tan solo
un minuto y me hubiera hundido en el Leteo:
y no por sentir envidia de tu feliz destino,
sino por el exceso de alegría que infundes
cuando, dríada de alas ligeras de los árboles
en algún escondite melodioso
de frondosos abedules y sombras incontables,
al estío le cantas con voz resuelta y plena.»
Ese gran esfuerzo que me supone hacer frente a la negación de la realidad se desmorona en un breve instante, justo cuando me bajo del caballo; instrumento de libertad pasajera que, no sé por qué, intuyo que más pronto que tarde lo será de desgracia. Todavía no acierto a adivinar si únicamente se debe al traqueteo del equino, pero en el corto camino de regreso a casa, mi cuerpo ha dejado de comportarse como debiera, de una forma que me anuncia que ya no es de este mundo.
Extracto de la novela, Los últimos pasos de John Keats, de Ángel Silvelo Gabriel.