Roma, 8 de febrero de 1821
Tengo miedo de atravesar los límites de la vida y que tu estela me acompañe eternamente. Ya no soporto el dolor que me producen los recuerdos de los días que permanecí a tu lado, porque ahora, solo son una causa más de mi sufrimiento. Tu sombra es permeable como la más pertinaz de las nebulosas, y se introduce en cada pequeño rincón de mi cuerpo para no dejarme descansar, pues se limita a crear dentro de mí pequeños pinchazos que prolongan mi agonía. Si mi sangre me moja el alma con gotas de muerte, tu sombra me desposee de la escasa percepción del mundo que aún me queda. «Siento morir sin haber superado ese estigma de calamidad infinita que inunda todas las sensaciones de tu presencia cerca de mí», confieso. Fanny, quizá no lo entiendas, pero aquí en Roma, yo me he dado cuenta de que tú dejaste de pertenecer al mundo de mis sentimientos el día que me fui de Hampstead. Ese día partí hacia un mundo que a ti y a mí no nos pertenece. A veces pienso que soy un huérfano de tu cariño, pero el solo hecho de pensarlo me aflige aún más. Necesito de tu amor y, sin embargo, no lo soporto. Nunca serás mía, Fanny, pero lejos de sentirme mal por ello, mi desgracia es mucho más ambiciosa, y de lo que más se lamenta es de no haber podido culminar mi amor hacia ti, como si hubiese dejado un poema sin acabar y al que cada vez que acudo me deja sin fuerzas para continuarlo. Mi sentimiento de amor se quedó refugiado a tu lado, y ahora ya no tiene sentido que lo reivindique en la soledad del lecho donde me acogerá la muerte. El anhelo de la cercanía de tu sola presencia es tan fulminante para mi espíritu que me deja sin el escaso aliento con el que todavía cuento.
Hoy Severn me ha dado por error una de tus cartas y al ver tu letra me he venido abajo. No la he podido leer, pero en uno de mis arrebatos le pedí que la colocara en mi ataúd, junto a una cartera y a una carta, también sin abrir, de mi hermana. Casi de inmediato me he arrepentido de materializar ese deseo, y le he suplicado de nuevo a Severn que no la coloque a mi lado en el ataúd, y que nada más que me acompañen el bolso de mi hermana, su carta y un rizo de su cabello. Tengo miedo, Fanny, tengo miedo a que, en ese instante, «el horror de mi pasión se prolongue más allá en el tiempo y abrir con ella las puertas del silencio»89; el silencio que me acogerá para siempre después de que haya muerto. Entonces, mi voz no será mi voz, sino su recuerdo, y en la senda del olvido quiero marchar a solas para no crear erróneas sensaciones y falsas expectativas a los que me conocieron. En ti quedará la nebulosa, en forma de fantasía, de los días que paseamos por la campiña, de tu sed de poesía y de la necesidad de rozar nuestros labios en un tímido beso. La niebla gris de Hampstead inundará de imaginarias guirnaldas los árboles del bosque, y tú solo tendrás que dejarte llevar para que la nostalgia te acoja en su seno… ¡vence a nuestro trágico destino!, y reconfórtate con el recuerdo del día que quise ser un ruiseñor y me subí a lo más alto de la copa del árbol, o aquel otro en el que nos escondíamos de la pequeña Toots para que no nos viera cogidos de la mano... o de la noche de Navidad donde me puse a bailar danzas escocesas con mi falso kilt hecho con mi servilleta... Fanny, el tiempo, que pasa sin apenas darnos cuenta, te llevará lejos de mí, y te depositará en otra tierra, donde la niebla no será gris sino blanca como la nieve, y tras la que no podrás adivinar el sentido de tus recuerdos pues estos ya serán otros, como otros serán tus pretendientes y el amor que te acogerá en el devenir de tus días, donde a poco que te dejes llevar, formarás una familia, la tuya, la propia, la que tenía que ser y no otra. Fanny, recorre las praderas del sueño que te lleven lejos de mí, al otro lado del bosque, junto a un lago en el que habrá una hermosa cabaña, y donde dentro de ella encontrarás una nueva vida en la que ya no habrá un lugar para mí. Púrpura alelí que crecerás sobre tierra fértil e infinita, donde las causas perdidas caerán en el olvido, y en la que por fin serás todo lo feliz que te mereces. ¿Entiendes ahora la razón de mi tormento? Qué fácil sería llorar y derramar mis lágrimas sobre la pureza de tus letras, pero hay algo más fuerte que la tristeza que embarga a mi espíritu, y es la posibilidad de que nunca me abandones y, al no separarte de mi lado, no llegues a ser feliz. Déjame cargar a mí con esa penosa hazaña en la que no hay una oportunidad para los finales felices, y coge tú el vuelo cual paloma que en su inocencia busca alimento lejos de su hogar. En la ampulosidad de tu alma déjame llevar a mí la cruz del desencanto que nunca me abandonará, y en esa infinita penitencia permíteme que me sumerja en las aguas más profundas del lago de las que nunca más volveré a salir.
«A tu piedad me encomiendo, compasión; ¡amor, siempre amor!
amor de único pensamiento, leal, inerrante,
desenmascarado, que inocente se deja ver.
¡Oh, deja que te posea toda, toda, que toda seas mía!
Tu forma, tu bondad, tu dulce brío
de amor, tu beso... tus manos, tus ojos divinos,
tu pecho cálido, blanco, luminoso, a todos apetecible;
tú misma, tu alma, apiádate y dame todo;
no te guardes ni el átomo de un átomo, o moriré,
o seguiré viviendo, quizás, como tu mísero esclavo;
y en medio de tan frívola miseria, olvida
el propósito de la vida...»
¡Ciega ambición que no permite renunciar a ti, abandóname para siempre! ¡Llévame al más lejano de los destierros! ¡Borra mi presencia de la faz de la tierra, cual poeta cuya vida y su recuerdo descansan en el fondo de las aguas más oscuras!
Llamo a Severn y, casi a gritos, le digo que olvide el sentido de mi último deseo.
Extracto de la novela, Los últimos pasos de John Keats, de Ángel Silvelo Gabriel