Roma, 18 de febrero de 1821
La debilidad se apodera de mi cuerpo, y me hace caer en el tremendismo desangelado del miedo. Es una sensación tan distinta a todas las anteriores, que soy incapaz de hacerle frente y me dejo llevar cual rayo de luz perdido en la inmensidad del bosque. Ahora no tengo el vigor suficiente como para medir la intensidad de las tinieblas que me aprisionan, pero en un leve claro que se abre paso dentro de mi oscuro sufrimiento, pienso que hasta en eso soy afortunado, porque si no fuera por las escasas fuerzas que me quedan, no lo podría soportar, de tan certero como se muestra este último golpe. Ya no me puedo mover, y todo se resume a un abrir y cerrar de ojos hasta que me vence el sueño… A pesar de todo, en este espacio de incertidumbre, todavía recuerdo vagamente el último de mis sueños, el único placer que en estos momentos se encuentra a mi alcance. Tengo suerte, porque la naturaleza aún me acoge en su seno, como si ese en verdad fuera mi último destino. Soñé con un gran campo lleno de flores que se extendía a lo largo de una pequeña loma, tras la cual, solo se veía el cielo. No había árboles a mi alrededor que me cobijaran del sol radiante que difuminaba el reflejo de mi mirada. Iba solo y, mientras ascendía lentamente por la loma, pisaba con sumo cuidado el manto floral de la tupida alfombra que le mostraba pleitesía a mis pies. Sin embargo, no tenía una sensación placentera, sino más bien todo lo contrario, pues dentro de mí, tenía el presentimiento de que algo me estaba esperando tras la línea que el horizonte creaba con el límite más alto de la colina. Y al poco tiempo, esa señal vino a mi encuentro, y comencé a desdibujarme cual carboncillo entre amapolas y margaritas. Mi rápida transformación me llevó a dejar de ser yo mismo, y me convertí en un pesado tallo que sobresalía de la tierra. Lo más extraño de esta fugaz aventura es que no recuerdo cómo me introduje dentro de la capa vegetal que recubría el campo, pues mi memoria solo fue tangible desde el momento en que mi ser se mutó y dejó de ser hombre para brotar de nuevo a la tierra como una flor… No llegué más allá, porque me desperté de pronto, empapado en un sudor frío que bañaba todo mi cuerpo cual rocío del sufrimiento, y así me quedé, sin saber el tipo de flor en el que me convertía y sin adivinar cuál era el verdadero significado de mi sueño.
Cuando regresé al mundo de los vivos, lo primero que hice fue dar gracias a la naturaleza, inseparable compañera que solo me muestra su gratitud allá donde mi mente me lleva y que, además, siempre está dispuesta a ofrecerme la posibilidad infinita de nacer una vez más en cada primavera. Es en vano mi sueño, lo sé, pero en esta vigilia que se está tornando interminable, necesito visualizar asideros a los que agarrarme antes de tornar para siempre, porque es el miedo a partir el que me atenaza, más que el cierto final que me aguarda. Viajar hacia lo desconocido siempre ha sido una experiencia intrigante para la que los sentidos todavía no tienen una certera respuesta. Menos mal que, hasta que llegue ese instante último y definitivo, Severn seguirá a mi lado, cual vigía que me protege contra mis miedos. Su cercanía, sin duda, me ayuda a alejar de mi lado la duda y el espanto que me acogen tanto a mí como a la escasa serenidad de mi espíritu, y gracias a él aguanto, porque si no, este trance sería mucho más insoportable. En esta soledad final compartida, ahora siento algo parecido a los estertores de la muerte, pero al cabo de un tiempo compruebo que solo se trata de las flemas que anidan dentro de mi garganta, y que apenas me dejan respirar. Le hago una señal a Severn, y él me incorpora un poco hasta que soy capaz de expulsarlas en un golpe de tos. Estos repentinos accesos de ahogo son como los vaivenes que se producían dentro del barco que nos trajo hasta Roma, cuando nuestra nave fue el centro de las tormentas mientras atravesábamos el canal de la Mancha y, como entonces, zarandean mi castigado y disminuido cuerpo, haciéndole saber la cercanía del final del viaje. Esta vez no se trata de una impostura poética, sino de la certeza que reside en la naturaleza y en el interior de nuestro más íntimo instinto. En mi desesperanza, intento mostrarme todo lo tranquilo que puedo, porque el sentido de mi olfato todavía sigue sin percibir ese aroma sepulcral que me anunciará que ha llegado el momento, y de algún modo, esa sensación de espera y de ausencia compartida me hace permanecer entero dentro de la proximidad del abismo. He deseado tanto que llegara esta etapa última de mi vida que nunca pensé que el miedo se apoderaría de mí en el momento de la verdad, pero igual que cuando comenzaba a escribir un nuevo poema, esta es una sensación que mi mente no controla y que deja paso al más puro juego de los sentidos. Sin embargo, ahora yo creo que más bien es una señal de lo que me aguardará más adelante… Y como si todo estuviese escrito de antemano, al abrir los ojos de nuevo, le digo a Severn «a mi juicio el placer más intenso que he experimentado en mi vida es observar el crecimiento de las flores». Mi querido amigo me mira extrañado, y un tanto compungido, en lo que intuyo que él ha interpretado como una nueva fase de mi delirio. Pero no se trata de eso, porque mi mente aún navega tranquila en la quietud de unas aguas densas y placenteras, que sin yo quererlo, me llevan a pensar lo lejos que estoy de la capacidad negativa que tiempo atrás me posibilitaba el don de la transformación; un alteración que acudía a mí en una especie de éxtasis que me sobrecogía mientras componía mis versos. Pero ahora, no queda nada de esa intemporalidad creativa. Muy a mi pesar, me he convertido en un extraño adalid de las palabras que está exento de la habilidad de la ensoñación. «¿De qué me sirven las palabras?», me pregunto, si allí a donde voy no existe un lenguaje escrito, pues a buen seguro solo reinará el mundo de los sentidos que no se transmiten a través de vocablos. Por eso, antes de que el don del lenguaje me abandone, quiero pedirle mis últimos deseos a Severn: en la quietud y fría soledad de mi ataúd, deseo que me acompañen las cartas de Fanny y mi hermana, y un mechón de pelo de esta. Y mi último capricho… mi último capricho será que las margaritas crezcan sobre mi tumba, cual manto que acoja mi sueño eterno…
Me he vuelto a quedar dormido y, al abrir los ojos, lo primero que observo son unas flores encima de mi cabeza. La fiebre no me deja ver y sentir otra cosa, y ni siquiera sé si Severn está a mi lado, pero, llevado por una fe ciega hacia aquello que veo, exclamo: «¡siento crecer las flores sobre mí!»99. Inválido de cuerpo, mi inocencia todavía cree que tengo el poder suficiente para crecer debajo de la tierra, aunque solo sea en forma de tallo del que sale una flor. «Imagen perfecta del sentido de la vida», pienso.
«¿Por qué reí esta noche? No hay voz que responda,
ningún Dios ni Demonio de severa respuesta
se digna replicar desde el Cielo o Infierno.
Y enseguida a mi humano corazón me dirijo:
¡Corazón! Tú y yo estamos aquí, tristes y solos;
dime, ¿por qué reí? ¡Oh, dolor mortal!
¡Oh, Tiniebla! ¡Tiniebla! Siempre he de gemir
preguntando en vano al Cielo y al Infierno y al corazón:
¿por qué reí? Conozco el plazo de mi vida,
que extiende mi fantasía a su máxima dicha;
pero morir quisiera esta noche, y observar
las brillantes insignias de este mundo, rotas...»
Extracto de la novela, Los últimos pasos de John Keats, de Ángel Silvelo Gabriel.