Roma 23 de febrero de 1821.
Alrededor de las cuatro de la tarde.
La luz del día se apaga lentamente en mis pupilas. Abro los ojos todo lo que puedo, pero apenas veo, salvo sombras que se apoderan de mi maltrecha razón. Intento humedecer un poco mis labios, pero mi lengua solo es capaz de segregar algo de saliva con la que mojarlos. «Esta debe ser la señal que con tanto anhelo aguardo», pienso. Intento oler el aroma de la muerte, pero todavía no lo detecto. Muevo un poco la mano sobre las sábanas de mi lecho, pero no distingo su rugosidad con mi tacto. Acudo en auxilio de mi oído, pero nada oigo. Este es el certero veredicto del destino que me aguarda al final del camino. Mis sentidos han dejado de existir mientras que yo sigo aún vivo. Me da igual no ver u oler, porque aún puedo cobijarme bajo la cúpula de los recuerdos. «Estoy listo para partir, en lo que será mi viaje hacia ninguna parte», me digo. De nada sirven las metáforas a la hora de entrar en el infinito, porque allí no me harán falta las palabras. Por extraño que parezca, una gran paz interior me acompaña y, antes de que el habla también me abandone, quiero despedirme de mi gran amigo Severn. Le llamo como solo lo puede hacer un moribundo y, de la mejor manera que puedo, le digo: «Severn... yo... levántame... me estoy muriendo... moriré fácilmente... no te asustes... sé firme... y da gracias a Dios porque esto ha llegado...», y cierro definitivamente los ojos.
Me quedo sin palabras, pero no sin pensamientos. Ahora soy el poeta del silencio. ¡Muerte silente que me estás aguardando, ya estoy listo para partir! Envíame la nave que lleve mi alma al averno, pero antes, deja que me zambulla en las aguas tranquilas del lago, porque quiero concederle a mi espíritu el placer de la experiencia antes de llevarle más allá del pensamiento. Déjame disfrutar tan solo un momento, justo ese breve instante con el que consolar a mi alma antes de marchar a su definitivo destierro. Aguas profundas y misteriosas que me vais a acoger, mecedme como en los sueños, y susurradme una dulce canción cuando depositéis mi cuerpo en lo más profundo de vuestro lecho. Ya siento las olas batir contra mi demacrado cuerpo y, con su leve balanceo, tientan a la ausencia de palabras como en un fugaz recuerdo. Agua bendita y purificadora de tormentos, acógeme como al más humilde de tus siervos y graba mi nombre en la más transparente de tus esencias. Y llévame lejos, a un lugar donde pueda disfrutar del recuerdo de mis versos.
«El mar conserva eternos sus susurros a lo largo
de las orillas desoladas, y con su recia marea
inunda veinte mil cavernas, hasta que el encanto
de Hécate les deja su sombrío sonido.
A menudo encuentra su temple calmado
y durante días apenas se mueven las conchas
diminutas de allí donde al fin quedaron,
cuando se desataron los vientos de los Cielos.
Vosotros que tenéis los ojos cansados y doloridos,
alegradlos ante la inmensidad del mar;
vosotros que tenéis los oídos silenciados por el estruendo
o demasiado hartos de pesadas melodías,
sentaos junto a una vieja caverna y meditad...»
Y siento cómo se cumplen mis deseos… y dejo de ser… y dejo de existir, pues noto cómo mi alma abandona mi cuerpo. Es un instante placentero, al que no le acoge el menor de los desvelos… Todo es como el más dulce de los sueños y, sin apenas darme cuenta, entro en los confines del tortuoso silencio.
«Si firme y constante fuera yo, brillante estrella, como tú,
no viviría en brillo solitario suspendido en la noche
y observando, con párpados eternamente abiertos,
como paciente e insomne ermitaño de la Naturaleza,
las agitadas aguas en su sagrado empeño
purifican las humanas costas de la tierra,
ni miraría la suave máscara de la nieve
recién caída sobre los montes y los páramos;
no, aunque constante e inmutable,
reclinado sobre el pecho maduro de mi amada,
sintiendo por siempre su dulce vaivén,
despierto para siempre en dulce inquietud,
callado, para escuchar en silencio su dulce respirar...»
FIN
Extracto de la novela, Los últimos pasos de John Keats, de Ángel Silvelo Gabriel.