«Apartado, a lo lejos, en gigante ignorancia,
me llegan noticias tuyas, y de las Cícladas,
como el que se sienta a la orilla del mar y quizás
anhela visitar los profundos corales de los delfines.
¡Y tú que eras ciego! Y entonces Júpiter rasgó el velo
para que vieras el Cielo y dejarte vivir,
y Neptuno te hizo un refugio de espuma,
y Pan hizo cantar para ti a sus enjambres del bosque;
sí, en las orillas de las tinieblas hay luz,
y los abismos muestran selvas por descubrir,
y hay en la medianoche una mañana en ciernes,
y hay una triple visión en la sutil ceguera.
Esto fue lo que viste, como en cierta ocasión sucedió
a Diana, la Reina de la Tierra, y el Cielo, y el Infierno.»
Poema A Homero, de John Keats
¿Qué será de nosotros cuando hayamos muerto? Nuestro cuerpo, nuestra vida, nuestros recuerdos… todo quedará en manos de los nuestros, que serán los encargados de cumplir con el designio de nuestros deseos.
¿Qué cabe en la mente de un poeta que sabe que se está muriendo? No es fácil responder a esta pregunta, y mucho menos cuando el protagonista es uno de los principales poetas británicos del Romanticismo, y menos aun cuando su poesía, tan exuberante como imaginativa, solo es atemperada por la melancolía. John Keats, el hombre que siempre andaba con un libro en el bolsillo (tal y como lo describía Cortázar), falleció a las veintitrés horas del 23 de febrero de 1821. Lo hizo en calma, y acompañado de su inseparable y buen amigo Joseph Severn. Este describe su muerte en una carta que escribió cuatro días más tarde.
«Roma, 27 de febrero de 1821
Ya no existe; murió con la más perfecta tranquilidad… parecía entrar en el sueño. El día 23, hacia las cuatro, la cercanía de su muerte se manifestó. “Severn… yo… levántame… me estoy muriendo… moriré fácilmente… no te asustes… sé firme… y da gracias a Dios porque esto ha llegado…” Lo levanté en mis brazos. La flema parecía hervir en su garganta, y fue en aumento hasta las once, en que él fue deslizándose gradualmente hacia la muerte, tan silencioso que todavía creí que estaba durmiendo. Me es imposible decir nada más ahora. Estoy deshecho por cuatro noches en vela, sin dormir desde entonces, y mi pobre Keats muerto. Hace tres días que abrieron su cuerpo; los pulmones faltaban por completo. Los médicos no alcanzaban a imaginarse cómo pudo vivir estos dos meses. El lunes acompañé su querido cuerpo a la tumba, junto con muchos ingleses. Todos se preocupan mucho por mí; debo haber tenido un fuerte acceso de fiebre. Ahora estoy mejor, pero aun totalmente impedido.
La policía ha estado aquí. Los muebles, las paredes, el piso, todo debe ser destruido y cambiado, pero el doctor Clark atiende a todo.
Con mis propias manos puse las cartas en su ataúd.
Esta sale con el primer correo. De lo contrario algunos de mis amables amigos hubiesen escrito antes.»
Keats no murió solo en Roma porque, además de la lealtad y compañía de Severn y el auxilio espiritual de su poesía, también contó con la ayuda y los cuidados del doctor James Clark, que lo trató con mimo y devoción, pues además de conocer su historia era un devoto de la poesía, y él fue quien cumplió con una de las últimas voluntades del poeta e hizo que su sepultura fuera cubierta de margaritas, como una muestra más de su amor por la naturaleza y el esteticismo que siempre tiene un valor moral. Ese yo lírico, presente en la Oda a un ruiseñor, y que se eleva entre los árboles y compara la eternidad de la naturaleza y la trascendencia de los ideales con la fugacidad del mundo físico, le acompañó hasta el final. Esa fugacidad de la que Keats intenta alejarse, contraponiéndole su ansia de eternidad, es un deseo que sin duda a día de hoy podemos expresar que consiguió a través de sus poesías y sus cartas (de gran valor literario), cumpliendo de esta forma parte de ese anhelo, y alejando de sí la maldición que le persiguió a lo largo de su corta existencia. En este sentido, las circunstancias personales que rodearon a su vida, y en concreto los tres últimos meses de sufrimiento que abarcan este libro, hacen de su relato un hecho heroico en sí mismo. Dicen los entendidos que nunca es en vano el dolor del artista ante el proceso creador, pero en Keats, además, nos enfrentamos al dolor físico que poco a poco apaga la vida del artista que, sin fuerzas, lo deja todo en manos del destino. Aciago devenir, triste y miserable, pues hasta las condiciones económicas que albergaron sus últimos días entre los vivos fueron lamentables, pero que gracias a ese otro gran héroe llamado Joseph Severn el corazón derrotado de Keats no conoció, pues su sola sospecha hubiese sido suficiente para acelerar su amargo final.
Quizá, después de todo, el alma del poeta haya encontrado en algún momento el reconocimiento que tan esquivo se le mostró en vida, pues tal y como recoge Julio Cortázar al final de su libro Imagen de John Keats: «Él había murmurado un día: “Pienso que después de mi muerte estaré entre los poetas ingleses”. Cincuenta años más tarde será Matthew Arnold quien confirme el alba: “Está. Está con Shakespeare”», tal y como fue su deseo.
El cuerpo de John Keats descansa en el cementerio protestante de Roma, detrás de la pirámide de Cayo Cestio. Un lugar que Lord Houghton define así en su libro Vida y cartas de John Keats: «...uno de los más hermosos lugares donde pueda reposarse la mirada y el corazón de los hombres. Es un declive lleno de césped, entre las ruinas de las murallas de Honorio correspondientes a la ciudad reducida, y dominada por la tumba piramidal que Petrarca atribuyó a Remo, pero que la verdad arqueológica ha adscrito al nombre más humilde de Cayo Cestio, tribuno del pueblo, solo recordado por su sepulcro».
Pero no queda ahí la nómina de ilustres que le dedicaron un póstumo reconocimiento, ya que Shelley también lo hizo en el poemario Adonais: «Ve a Roma… a la vez el Paraíso, / la tumba, la ciudad y el desierto; / donde sus ruinas como destruidas montañas se alzan,…» e incluso describió la sensación que le transmitió el camposanto: «el cementerio es un espacio abierto entre las ruinas, y en invierno lo cubren violetas y margaritas que se mezclan con las frescas hierbas. Es un lugar tan hermoso que lo hacen a uno enamorarse de la muerte, al pensar que podría estar enterrado en sitio tan hermoso». Un deseo que el poeta vio cumplido apenas un año más tarde cuando falleció víctima de un naufragio, y que, según cuenta la leyenda, llevaba un libro de poemas de Keats en el bolsillo. Ahora descansa al lado de Keats y de Severn, que tampoco pudo evitar describir las sensaciones que le producía ese lugar, y así lo hace en una carta que escribió a Mr. Haslam diez semanas después del óbito de Keats: «anduve por allí hace pocos días, y vi que las margaritas la han cubierto ya enteramente. Es uno de los lugares retirados más hermosos de Roma. No se encontraría un sitio semejante en Inglaterra. Lo visito con una deliciosa melancolía que alivia mi tristeza. Cuando me acuerdo del largo tiempo en que ni un solo día estuvo Keats libre de agitación y tormento tanto del alma como del cuerpo, y que ahora yace en reposo con las flores que tanto deseaba sobre él, sin otro sonido en el aire que el de las esquilas de unas pocas ovejas y cabras, me siento realmente agradecido de que esté aquí, y me acuerdo de cuán ardientemente rogaba porque sus sufrimientos llegaran a su fin y pudiera alejarse de un mundo donde ya ni un solo ápice de alivio quedaba para él».
Sin embargo, su deseo de pasar desapercibido incluso después de su muerte solo fue cumplido a medias por sus amigos, ya que tanto Joseph Severn como Charles Brown, en contra de su voluntad, pero con la firmeza que les daba la lealtad hacia un amigo, hicieron esculpir una lira griega con cuatro de sus ocho cuerdas, como símbolo del genio poético que la muerte truncó antes de haber llegado a su madurez. Debajo de ella, puede leerse la inscripción: «Esta tumba / contiene todo cuanto era mortal / de un / JOVEN POETA INGLÉS, / quien, / en su lecho de muerte, / en la amargura de su corazón, / a merced de sus enemigos, / quiso / que se grabaran en su lápida estas palabras: / Aquí yace Uno / cuyo Nombre estaba escrito en el Agua / 24 de febrero de 1821».
A unos metros a la izquierda, en la tapia del cementerio, hay un medallón con su efigie y unos versos en los que se lee en acróstico su apellido. Tras estos singulares signos de su paso entre los vivos, tenemos la dicha de que aún nos quedan sus poemas, donde su voz se alza majestuosa entre los muertos, en un espacio de mirada interior donde no existe el tiempo ni el silencio.
Madrid, 12 de junio de 2013
Extracto de la novela, Los últimos pasos de John Keats, de Ángel Silvelo Gabriel