En un anterior artículo, recomendaba leer el libro de Juan Gracia Armendáriz "Diario del hombre pálido", un libro excelente y que narra la vida de un paciente renal contada en primera persona. Hoy vuelvo a recomendarlo y, además, el autor me ha dado permiso para copiar unos párrafos del libro.... seguro que "os picará el gusanillo" y querréis leer más.
Este diario está escrito mientras el autor estaba en diálisis. Actualmente está trasplantado de su segundo injerto renal.
También aprovecho para deciros que la "continuación" del diario aparecerá editada este año y lleva por título "Piel roja".
¡Estaremos atentos a su publicación!
Os dejo con "El día setenta y uno" del Diario del hombre pálido":
Una tarde recibí una llamada en mi teléfono. Una voz adiestrada para dar buenas y malas noticias me conminó a acudir de inmediato a la clínica. Yo era el receptor ideal de una donación. En la sala de urgencias ya esperaba una pareja; el hombre era el otro candidato. << Estás en primer lugar en la línea de salida -explicó la internista-, pero siempre llamamos a un suplente, por si acaso >>. Aquello me sonó a la alineación de un equipo de fútbol. Me vi saltando a un campo en la final de un campeonato del mundo.
Mi corazón marchaba a doscientas pulsaciones por minuto. <<La noche va a ser muy larga>>, advirtió.
Después de someterme a varias pruebas médicas, me colocaron una vía intravenosa en el dorso de la mano, y me acomodaron en la sala de espera de una planta del hospital. Allí estábamos Andrés, Miguel, Marisol, Soledad y yo, sentados en sillones de polipiel, mientras las horas pasaban. Nadie se acercaba a informarnos de cómo transcurría el proceso, si seguía siendo yo quien marchaba en primer lugar hacia la línea de meta o si bien el otro candidato ya me sacaba una cabeza de ventaja. Hablábamos de naderías, esa cháchara -bendita cháchara- que colma los huecos de una espera que de otro modo sería insoportable. Los veía hablar y reír e imaginaba que yo estaba a punto de saltar desde la cornisa de un edificio y que ellos me hacían compañía antes del inevitable desenlace: mi salto al vacío con un paracaídas a la espalda, que acaso de abriría, permitiéndome aterrizar suavemente con un riñón nuevo implantado en el abdomen. De hecho, traía conmigo la novela El hombre del salto, de Don DeLillo, título inspirado en la fotografía que congeló el salto al vacío de un hombre desde una planta del World Trade Center. Cuenta Susan Faludi que hubo parejas que saltaron cogidas de la mano; otros abrazados, aquel once de septiembre. Una enfermera veterana de rostro bondadoso me informó de que, si las pruebas eran positivas, mi operación se llevaría a cabo hacia las siete de la mañana, pues antes había programado un trasplante de corazón y otro de hígado. Imaginé una donación múltiple y en mi interior bendije a aquella persona a la que ahora extraían sus órganos, como tibias ofrendas o animales palpitantes en algún quirófano del edificio. De vez en cuando, daba largos paseos por los pasillos de las plantas, solitarias a aquellas horas, a la busca de un baño donde fumar el que -pensaba- sería mi último cigarrillo.
Me cruzaba con sanitarios silenciosos y pálidos que arrastraban camillas vacías bajo una luz verde, como si transportaran un cuerpo invisible, y guardias de seguridad que hacían su ronda nocturna en la planta de psiquiatría, con la gorra ladeada y una linterna en una mano. Me miraban pero no parecían verme, como si yo formara parte de aquel silencio un poco espectral de un hospital a media noche, rodeado de una luz muy tenue y de los ronquidos de los pacientes que dormían en sus habitaciones. Crucé la estancia de las consultas, dejé a un lado puertas misteriosas que, imaginaba, comunicaban con laboratorios y almacenes de material quirúrgico, y ascensores gigantes que descendían al quirófano, una sala azul y fría como una cubitera de hielo, donde a esa hora de la noche a alguien le implantaban en el pecho un corazón del tamaño de un mirlo. Al rato, regresé a la sala de espera. No había novedades. A las tres de la mañana, cuando ya bostezábamos, me indicaron que subiera a la sala de hemodiálisis.. Debía llegar limpio a la operación, sin rastro de fósforo y potasio. Al poco rato, el otro candidato entró en la sala. Quise saludarlo, pero él cruzó la sala con la mirada fija en las baldosas del suelo. Lo instalaron en la pecera, así que no pudimos hablar. De ese modo tan extraño transcurrieron las cuatro horas de aquella diálisis nocturna. Al acabar la sesión, bajé a la sala de espera.
No tenía sentido que todos pasaran la noche en vela, así que Andrés y Soledad se marcharon a casa. Marisol y Miguel, sin embargo, insistieron en quedarse. Alguien me guió hasta mi habitación. Un enfermero tembloroso me afeitó el pubis y dos enfermeras me aplicaron un vejatorio enema. Dejaron en la mesilla un pijama quirúrgico y un gel. Después de ducharme, me coloqué el pijama de quirófano y esperé tumbado en la cama. Me sentí como un torero a punto de saltar al ruedo. Un torero afeitado y oloroso. Dejé en la mesilla la novela de DeLillo y apague la luz. ¿Sería yo el hombre del salto? ¿Acabaría esa noche mi vida actual? ¿Iría todo bien? ¿Cuánto tiempo me llevaría recuperarme de la operación? ¿Cómo sería mi nueva vida? ¿Y si todo salía mal? ¿Me sentía, en tal caso, preparado para comenzar dede cero? ¿Tendría fuerzas para regresar al campo base y empezar de nuevo la escalada? Al otro lado de la cortina esmerilada que dividía la habitación, un anciano tosía. Él tampoco podía dormir, pero ninguno de los dos quiso hablar. Cuando amanecía y una luz lívida comenzaba a hacer visibles los objetos de la habitación, se abrió la puerta y vi en la persiana el reflejo de una bata blanca. El jefe de la unidad de nefrología no traía buenas noticias. Lo dijo sin rodeos: el riñón no era compatible conmigo. Explicó algo muy confuso en relación a los anticuerpos generados por mi sistema inmunológico. Y lo hizo en un tono apesadumbrado y quejoso. Forcé una sonrisa para decir: <<Ya. Lo comprendo. ¿Ahora puedo irme a casa ?>>. Me vestí y esperé sentado en el borde de la cama, con la cabeza entre las manos. Sentía sobre mi un enorme peso, una energía contenida que ahora se desbordaba sobre mi espalda como una avalancha de nieve. Sentía que me había quedado solo al borde de la cornisa, con mi inútil paracaídas a la espalda. La enfermera veterana me puso la mano en el hombro: <<Lo siento>> -dijo con una sonrisa llena de ternura. Al rato, me dieron el alta médica. Me despedí de Miguel, cuyos ojos bondadosos y azules ahora eran rojos. Se diría que había pasado una noche de juerga. Conduje el coche hasta casa. Marisol no se encontraba en condiciones de manejar el automóvil, apesadumbrada por las expectativas evaporadas después de más de siete horas de espera. Apenas hablamos durante el trayecto hasta casa, y ella se fue a dormir. Desayuné con voracidad y bebí medio litro de café. Preparé mi bolsa de deportes para ir al gimnasio. Como no abrían las instalaciones hasta las nueve, salí al jardín. Los pájaros volaban de un lado a otro; se diría que en el bosque acababa de desatarse un gran incendio. Pero sólo era el amanecer.
Ana Hidalgo