En un principio, parece que “Diario. Una novela” (Diary. A Novel, 2003) va a ser otra obra más sobre las dificultades del proceso creativo. De hecho, su autor, Chuck Palahniuk, escribe en ella lo que podría ser la síntesis de su narrativa: “Peter solía decir que el trabajo del artista es prestar atención, recopilar, organizar, archivar, conservar y luego escribir un informe. Documentar. Llevar a cabo tu presentación. El trabajo del artista consiste simplemente en no olvidar". Porque Palahniuk vuelve a sacar el máximo provecho de todas aquellas informaciones que forman parte de las bambalinas de los submundos: la función de los músculos, el síndrome Stendhal, la vinculación entre arte y sufrimiento, los efectos de la toxicidad de la pintura sobre el pintor…
Lo que une tal amalgama maloliente es la historia de Misty Wilmot, ex joven artista promesa convertida en camarera con una hija y con un marido en coma en la isla de Waytansea. A lo largo y ancho de la isla hay escritos inquietantes dejados por su marido y por mujeres del pasado, cuyo significado se le revelará al lector de forma luminosa. Y es que Palahniuk, entre tanta aparente inconexión, formula hacia el final una pregunta clave en nuestros tiempos: “¿Está bien matar a desconocidos para apoyar una forma de vida solamente porque la gente que la vive es la gente que amas?”. La mejor pregunta que se ha hecho desde el 11-S y sus consecuencias.
Aquí está presente el mejor Palahniuk. Ese escritor obsesivo, que se dirige constantemente a una persona en coma, que no cesa de repetir muletillas. “Todo es un autorretrato. Todo es un diario”, “Si no entiendes algo, puedes hacer que signifique cualquier cosa”, “Solamente para que conste en acta, el parte meteorológico de hoy anuncia…”. Ante este autor, el sentimiento como lector es contradictorio. Por una parte, le ordenarías que te dejara en paz. Por otra, agradeces que alguien muestre verdadero interés en ser leído. Sobre todo cuando tiene algo que contar.
"Diario. Una novela" es el penúltimo libro que ha caído en mis manos, y ésta reseña maravillosa la podéis seguir clickando encima de la misma. No tengo mejores palabras para describir una de las mejores obras de Palahniuk.
Y para muestra, un botón.
[...]
- Pinta algo.
Y Misty dijo:
- Nadie pinta. Ya no lo hace nadie.
Si alguien entre sus conocidos pintaba, usaba su propia sangre o su propio semen. Y pintaban sobre perros vivos de la perrera o sobre postres moldeados de gelatina, pero nunca sobre un lienzo.
Y Peter dijo:
- Apuesto a que tú todavía pintas sobre lienzo.
-¿Porqué? - dijo Misty-. ¿Porque soy una retrasada? ¿Porque no sé hacer nada mejor?
Y Peter dijo:
- Tú pinta, joder.
Se suponía que tenían que haber superado el arte representativo. Eso de hacer cuadros bonitos. Se suponía que debían aprender el sarcasmo visual. Misty decía que pagaban una matrícula demasiado alta para no practicar las técnicas de la ironía eficaz. Decía que las pinturas bonitas no enseñaban nada al mundo.
Y Peter dijo:
- Ni siquiera tenemos edad para comprar cerveza, ¿qué se supone que le tenemos que enseñar al mundo?
- Tumbado, allí, de espaldas a su nido de hierbas, con el brazo debajo de la cabeza, Peter dijo-: Todos los esfuerzos del mundo no importan si no estás inspirado.
En caso de que no te dieras cuenta, hostia, pedazo de bobo, Misty quería realmente caerte bien. Solamente para que conste en acta: su vestido, sus sandalias, su sombrero blando de paja, se lo había puesto todo para tí. Si le hubieras tocado el pelo para algo, le habría crujido de tanta laca que llevaba.
Llevaba tanta colonia Windsong que atraía a las abejas.
Y Peter puso el lienzo blanco en su caballete. Y dijo:
- Maura Kinkaid nunca fue a la puta facultad de Bellas Artes. - Escupió un salivazo verde, cogió otro tallo de hierba y se lo metió en la boca. Con la lengua manchada de verde, dijo-: Apuesto a que si pintaras lo que tienes en el corazón, lo podrías colgar en un museo.
Lo que tenía en el corazón, le dijo Misty, nunca se vendería. La gente no lo compraría.
Y Peter dijo:
- Tal vez te sorprenderías.
Aquella era la teoría de Peter sobre la expresión personal. Sobre la paradoja de ser un artista profesional. El hecho de que nos pasamos la vida entera intentando expresarnos bien pero no tenemos nada que decir. Queremos que la creatividad sea un sistema de causa y efecto. Resultados. Producto vendible. Queremos que la dedicación y la disciplina equivalgan al reconocimiento y la recompensa. Entramos en la rutina de la facultad de bellas artes, de nuestro programa de posgrado, y practicamos, practicamos, practicamos. No tenemos nada que documentar con nuestras excelentes habilidades. De acuerdo con Peter, nada nos cabrea más que el hecho de que un drogadicto, un vago total o un pervertido baboso creen una obra maestra. Como si fuese un accidente.
Algún idiota que no tiene miedo de decir qué es lo que ama.
- Platón -dice Peter, y gira la cabeza para soltar otro salivazo verde entre las hierbas-. Platón dijo: ''Aquél que se acerque al templo de las Musas sin inspiración, creyendo que la mera técnica basta, será siempre un ladrón y su poesía será eclipsada por los cantos de los maníacos''.
Se metió otra hierba en la boca, la masticó y dijo:
-Así pues, ¿qué es lo que convierte en maníaca a Misty Kleinman?
Sus casas de fantasía, sus calles adoquinadas. Sus gaviotas volando en círculos sobre las barcas de los pescadores de ostras cuando éstos regresan de los bancos que ella no ha visto nunca. Los maceteros de las ventanas abarrotados de dragones y zinnias. Ni en coña iba a pintar toda aquella mierda.
- Maura Kinkaid -dice Peter- no cogió un pincel hasta que tenía cuarenta y un años. - Empezó a sacar pinceles de la caja de madera descolorida y a retorcerles la punta para afilarlos-. Se casó con un carpintero de toda la vida de la isla de Wayntansea y tuvieron un par de hijos.
Sacó los tubos de pintura de Misty y los puso junto a los pinceles, sobre la manta.
- No fué hasta que murió su marido - dijo Peter-. Entonces Maura enfermó muchísimo, de tuberculosis o algo parecido. En aquella época, si tenías cuarenta y un años ya eras una mujer mayor.
Hasta que murió uno de sus hijos, le contó, Maura Kinkaid jamás habría pintado un cuadro. Y dijo:
-Tal vez la gente tiene que sufrir de verdad antes de poder arriesgarse a hacer lo que aman.
Tú le dijiste todo ésto a Misty, Peter Wilmot.
Le dijiste que Miguel Ángel era un maníaco-depresivo que se retrató a sí mismo como mártir flagelado en su cuadro. Que Henri Matisse dejó la abogacía por una apendicitis. Que Robert Schumann solamente empezó a componer después de que se le paralizara la mano derecha y eso terminara con su carrera de concertista de piano.
Mientras decías ésto te estabas hurgando el bolsillo, intentando sacar algo.
Hablaste de Nietzsche y de su sífilis terciaria. De Mozart y su uremia. De Paul Klee y el escleroderma que le encogió las articulaciones y los músculos hasta matarlo. De Frida Kahlo y la espina bífida que le llenaba las piernas de llagas sangrantes. De lord Byron y su pie deforme. De las hermanas Brontë y su tuberculosis. De Mark Rothko y su suicidio. De Flannery O'Connor y su lupus. La inspiración necesita enfermedad, heridas y locura.
- De acuerdo con Thomas Mann -dijo Peter-, los grandes artistas son grandes inválidos.
Y pusiste algo sobre la manta. Allí, entre los tubos de pintura y los pinceles, dejaste un broche enorme de estrás. Con un diámetro tan grande como el de un dólar de plata, era un broche de cristales de color claro, espejitos pulimentados en una rueda de color amarillo y anaranjado, todos mellados y empañados. Allí, encima de la manta a cuadros, el broche parecía estallar a la luz del sol en forma de chispas. El metal era de un color gris deslustrado y engarzaba los cristales de estrás con unos dedos diminutos y afilados.
Peter dijo:
-¿Estás oyendo algo de ésto?
Y Misty cogió el broche. El destello se reflejó directamente en sus ojos y la dejó cegada, deslumbrada. Desconectada de todo lo que había allí, del sol y de las hierbas.
- Es para tí - dijo Peter-. Para que te inspires.
El reflejo de Misty roto en una docena de fragmentos en cada uno de los cristales de estrás. Un millar de caras diminutas.
Misty le dijo a los colores que le brillaban en la mano:
-Y dime ¿cómo murió el marido de Maura Kinkaid?
Y Peter, con los dientes verdes, soltó un salivazo verde entre las hierbas altas que los rodeaban. Con la cruz negra en la cara se lamió los labios verdes con la lengua verde y dijo:
-Asesinado -dijo Peter-. Lo asesinaron.
Y Misty empezó a pintar.
[...]
Fin. Sí. Fin.