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Días de radio y prensa

Publicado el 08 junio 2020 por Trescuatrotres @tres4tres

Si en el estupendo drama de Blake Edwards, Días de vino y rosas (1962), Jack Lemmon y Lee Remick interpretan magistralmente a dos almas que en su cénit personal envuelven en descontrol etílico su descenso a los infiernos, la otrora dignísima profesión del periodismo hace tiempo que se hunde aunque, en lugar de alcohol, el vehículo elegido está cargado de advenedizos sin escrúpulos, de intereses pecuniarios y, al volante, suele situarse, una escasez de ética vergonzante.

En ocasiones parece como si el hilarante y desquiciado Walter Matthau de Primera Plana (Billy Wilder, 1974) fuese la moneda común de quiénes manejan los hilos que hacen interaccionar a las marionetas que nos brindan su espectáculo, cada día más bochornoso.

No han sido pocas las ocasiones en las que, desde este pequeño punto del ciberespacio, se ha denunciado la excesiva importancia que el dinero y los intereses generados a su alrededor han adquirido en detrimento del sentimiento, la justicia, la pasión y el aficionado. El dinero transforma la verdad en posverdad. Ésta es la puerta de entrada en el peligroso caos. Y en el caos el poder gana más poder.

Los ciudadanos de la periferia, aquéllos que no tenemos la inmensa fortuna de vivir en Madrid o Barcelona, nos hemos convertido en unos objetivos secundarios. Al fin y al cabo, España se está reduciendo a dos perspectivas en la mayoría de los ámbitos de la vida. Y cuidado con la equidistancia, que, junto con la bonhomía, se han convertido en cualidades sospechosas e indignas.

La prensa es uno de los principales vehículos que los poderes utilizan para la fragmentación social y la radicalización de los polos. No podemos saber si los compañeros que viven de ello son conscientes de ello, pero tienen todo el derecho del mundo a ganarse el pan. Quizás deba ser el lector, ése que tiene un juicio crítico más agudo, el que tenga que saber distinguir el grano de la paja. Pero, incluso para ellos, la tarea es harto complicada.

Quizás esta crítica a la prensa pueda parecer gratuita. Quizás hasta lo sea. Pero, lo que no podemos obviar, es la distinción de trato que se reproduce de forma constante dependiendo de quiénes sean los protagonistas de las noticias. Mientras más periférico sea mejor. Si se corresponden con rivales directos de los representados por esa prensa, más duro hay que darles.

Hace unas semanas ya que sabemos que el derbi sevillano va a ser el protagonista del retorno del fútbol en España. Es un derbi lo suficientemente grande como para generar noticias por si solo. Pero, sobre todo desde Madrid, como en tantas ocasiones, se decide, probablemente con los resultados de ventas situados entre ceja y ceja, darle ese empujoncito que embarre el ambiente, enrarecido ya de por sí, y así engrasar la máquina de la polémica y, también, las que cuentan los billetes.

Primero es el almuerzo de los torpes jugadores sevillistas, que se ganan una portada acusadora que no se ganaron en alguno de los títulos conquistados, tras ello las confesiones de un bisoño Loren, después la contestación el ex del Nido, éste con menos bisoñez, más tarde Capi y Serra se apuntan al cotarro y finalmente Caparrós pone la puntilla. ¡Qué flaco favor nos hacemos los sevillanos (y los que nos quieren) a nosotros mismos!

Y la prensa madrileña, que no nacional, abriendo el bolsillo para llenarlo. Es posible que el fútbol se haya convertido en esto. La prensa por descontado. Por eso los 343ers (permitidme la licencia de la autodenominación) queremos fomentar nuestra pasión con respeto. Queremos centrarnos en la táctica. Divulgar la historia del deporte que nos une. Pensamos en que se puede apoyar al Betis o al Sevilla dentro de los límites éticos mínimamente exigibles. Creemos firmemente en la convivencia de merengues y blaugranas, levantinistas y ches, deportivistas y celtarras, y defendemos la equidistancia porque ése es nuestro vehículo.

Todos los que colaboramos en esta publicación tenemos nuestras propias pasiones. Nuestro querer suele ser innegociable. Y todo el que quiere, lo muestra cuando quiere mostrarlo. No nos escondemos y nada nos hace escondernos. Pero nos preocupamos, y mucho, por respetar las reglas del juego. Puede ser, le comentaba medio en broma a mi mujer el otro día, que nos debamos describir como radicalmente equidistantes, o, a lo mejor, como ultras del respeto. Personalmente me da pena que debamos llegar al punto en el que el ser humano educado, por el mero hecho de serlo, sea el que tenga que pedir disculpas a la jauría inhumana.

Y es por eso por lo que lo que a mi más me interesa del fútbol es el once con el que salgan cada uno de los equipos. Es conocer la estrategia de dos entrenadores que no terminan de asentarse en sus respectivos banquillos. Es la desgracia de no poder ver a una de las mejores gradas del mundo atestada hasta la bandera desgañitándose en apoyo de los suyos.

El fútbol español tiene la suerte de retornar con un clásico inigualable. Una rivalidad conocida mundialmente. Dos clubes centenarios e históricos que no necesitaban un tratamiento de prensa amarillista e interesado. Y ese honor, no se lo ofrece ni la prensa ni La Liga, como entidad, al Sevilla y al Betis, no. Ese honor se lo ofrecen los equipos sevillanos a una competición que, en su ciega lucha por la promoción de los más promocionados, ha tardado siglos en darse cuenta de que tiene más productos que vender.

Los de aquí abajo ya lo sabemos desde hace mucho. Cuando desde la meseta se acuerdan, es que algo se quieren llevar. Todo mi respeto vaya a aquellos que saben flotar sin mancharse sobre tanta inmundicia, a esa nueva ola del periodismo deportivo (o generalista) que no se parapeta en las trincheras del forofismo, que dominan el arte del verbo y el sentido del juego, en definitiva, a ese exiguo halo de luz que apenas se atisba al final del túnel de la oscuridad.

Vuelan las banderas. Empieza el fútbol.


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