Hay fechas infaustas, de aciaga memoria, como ésta del 11 de septiembre. Hace 40 años, tal día como hoy, un golpe militar derrocaba a cañonazos en Chile a Salvador Allende, el primer político que lograba que un gobierno de izquierdas accediera al poder en Occidente de forma no violenta y perfectamente democrática.
Tres años antes, Allende había conseguido la Presidencia de la República gracias al respaldo que obtuvo en unas elecciones generales su formación política, Unidad Popular. Un levantamiento militar, encabezado por el comandante en jefe del Ejército, Augusto Pinochet, y descaradamente apoyado por Estados Unidos, acabó de forma drástica con lo que, de ninguna manera, podía convertirse en ejemplo a seguir por otros países del continente que vieran así la posibilidad de zafarse de la influencia saprófita del imperio norteamericano. Allende se suicidó cuando la aviación bombardeaba el Palacio de la Moneda, sede de la Presidencia, para no ser capturado vivo. Truncado el proyecto socialista en Chile, Pinochet establecería una junta militar que inauguraba una de las épocas dictatoriales más negras y repugnantes que se recuerdan en América Latina, y que se mantendría hasta el año 1990, dejando un reguero de ejecuciones, desaparecidos, violaciones sistemáticas de los derechos humanos, robo de niños, suspensión de libertades y prohibición de partidos políticos
Pero otro 11 de septiembre, en 2001, la violencia volvía a ser el método para combatir a un enemigo, imaginario o real, atacando a su población civil. Hace doce años se produjo el atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York, en el que un comando de suicidas yihadistas de Al Qaida estrellaron sendos aviones comerciales, repletos de pasajeros, contra las dos torres emblemáticas de la ciudad de los rascacielos y contra el Pentágono, causando cerca de 3.000 muertos y más de 6.000 heridos. Otro avión, igualmente secuestrado por los terroristas, fue derribado en Pensilvania para no darle posibilidad de ser utilizado como un misil de combate.
De la primera fecha guardo en la memoria la sensación de una amarga frustración que se vio materializada en la fúnebre portada que le dedicaría al acontecimiento la revista Cuadernos para el Diálogo, que aun conservo encuadernada. Y de la segunda, esas imágenes del derrumbe estrepitoso de unos edificios que no pudieron resistir el impacto directo de los aviones y la acción del fuego que al estrellarse desencadenaron, colapsando las estructuras. Y, sobre todo, los miles de muertos inocentes que ambos sucesos provocaron en una población ajena a los pulsos ideológicos, políticos y violentos que se baten los dirigentes demócratas y terroristas del mundo.
Cada año, como hoy, el día 11 de septiembre me hace dedicar un minuto de silencio a tantas víctimas de la sinrazón y la barbarie que son sacrificadas en nombre de unos ideales que a ellos nunca alcanza. Y lo hago porque siempre tropezamos una y otra vez con la misma piedra y estamos dispuestos a repetir la vieja historia de la opresión y la fuerza con la que se dirime la convivencia entre pueblos y países.