Revista Arte
Un año más en Elche, dibujando entre palmeras, que es como se llama el encuentro de cuadernistas que allí se celebra este año en su quinta edición. Organizado por Cuadernos Viajeros, como en años anteriores acudimos varios miembros de Ladrones de Cuadernos procedentes de varios rincones de España. Cuando volvemos año tras año por algo será. Siempre hace buen tiempo, si por ello se entiende que hace sol y buena temperatura, aunque después de tantos meses sin llover los agricultores y yo, entre otros, agradecemos la lluvia que a ratos nos acompaña en esta ocasión. Al momento, el cielo volvía a lucir como en esa foto con azules de Elche. Como la mayoría somos acuarelistas, el agua tampoco viene mal, las calles se llenan de reflejos que duplican la belleza del lugar, las palmeras brillan, los campos y los jardines se riegan y toca tomarse un café o un pacharán a cubierto. Tras la acreditación habitual en la Calahorra, primer encuentro con los amigos de Elche, hacemos el primer dibujo, ya bajo techado pues caen unas gotas. Ello nos permite dibujar un entorno ya conocido y dibujado, hoy con un color y unos reflejos inéditos. Como es costumbre no dejamos de añadir en el encuadre uno de los árboles de esta amplia plaza, amenizada por paseantes bajo el paraguas, eligiendo colores menos brillantes que en ocasiones anteriores. Allí, mientras dibujamos en el cuaderno, vamos viendo llegar a antiguos amigos que vienen desde Barcelona, El Escorial, de Ciudad Real, Madrid y de otros lugares. Gran alegría al verlos, tras preguntarnos por otros de Valencia, Zaragoza, Huesca o Asturias que en esta ocasión no han podido venir. Nos veremos en El Escorial, próximo encuentro. Cada uno con su gavilla de cuadernos, llenos y a medio, sus docenas de plumas y rotuladores, sus cajitas de acuarelas de todos los tipos y tamaños y, sobre todo, sus distintas formas de hacer. A lo largo de todo el encuentro es un continuo trasiego de cuadernos, viendo las maravillas que en ellos se hacen, algunas verdaderamente asombrosas. Unas rápidas, otras morosas, serias o coloridas, de tamaños distintos, a hoja completa o mosaicos de pequeños dibujos rodeados de arduas explicaciones y recuerdos caligrafiados, presentados por rótulos elaborados que a veces recuerdan manuscritos miniados con su capitulares, sus grafías y sus sorprendentes ilustraciones. Paisajes, edificios, personas, pueblos y ciudades, montañas y valles, árboles y flores, bares y catedrales llenan esas páginas. A veces se pegan hojas secas de flores o árboles, sellos, entradas o tikets, se estampan sellos de las estaciones de cada personal camino de Santiago. Sin duda es uno de los mayores placeres de estos encuentros. Se disfruta y se aprende, se comenta y se comparte, se habla y se escucha, se mira y se muestra. En fin, sólo por eso merecería la pena acudir a estos encuentros. La verdad es que también se come y se bebe, pues nunca perdonamos los calamares ni el pacharán. Miles de cortados, algunas cervezas y montaditos, y una comida de hermandad, multitudinaria en esta ocasión, que da la oportunidad de conocer y conversar con otras personas con las que no habías coincidido con anterioridad. Dada mi vida monacal, agradezco mucho estas conversaciones que te permiten conocer a personas de otros lugares y de otras profesiones, con otros intereses y otros conocimientos. Estas charletas a veces llevan a temas inusuales e inesperados, a lugares e historias sorprendentes. Junto a los cuadernos es otro de los encantos de estas juntas. El año pasado estuvimos en el Raval, antiguo barrio árabe que hace poco cumplió 750 años. Desde 1265 era el barrio de la morería, hasta 1526 cuando la conversión forzosa de los moriscos que lo habitaban, lo que le da un carácter especial al barrio, especialmente por el trazado de las calles, laberíntico como solía ser. Merodeo por la zona en el coche, sin encontrar un lugar donde dejarlo. Hacemos unas fotos y buscando sitio más despedado vamos al mercado cruzando uno de los puentes que llevan a la otra parte del cauce del Vinalopó que sólo cuando hay grandes lluvias lleva agua. Cuando no, lleva dibujos, kilómetros de ellos.
Paramos cerca del mercado, donde compramos salazones y algas. Hacemos un dibujo y acabamos en la terraza de un bar desde donde bajo un cielo soleado, tomando una cerveza, hacemos otro dibujo de ese puente, el cauce y los árboles que alli alcanzan una altura notable. Mi buen amigo Joshemari Larrañaga me regala un dibujo que hace en uno de mis cuadernos. De pie en medio de la plaza, mientras caen algunas gotas, lo hace a una veclocidad que no les da tiempo a caer sobre el dibujo. Luego, si alguna cae, la aprovecha para extender la tinta de algunas líneas para sacar unas sombras. Bajo la sombrilla de una cafetería hacemos un esbozo a lápiz de la portada de este convento que al año pasado pintamos por dentro. En todos los dibujos colocamos los cuños del Encuentro, para el recuerdo. Ya el domingo por la mañana, después de desayunar tras la Calahorra, frente a esa hermosa pared tapizada por un jardín colgante, se cuelgan algunos de los dibujos y cuadernos en una colada sujeta con pinzas que siempre dibujo. Es ocasión aprovechada para ver con detenimiento algunos otros cuadernos, verdaderas joyas. Cuestión de tomar nota de blogs y paginas personales para seguir disfrutando de la producción de algunos amigos, unos antiguos, otros nuevos. Ya antes lo habíamos venido haciendo, como es el caso del libro recién publicado por Joaquín González Dorao sobre su último viaje a Argentina. Como los anteriores, el libro será hermoso, pero ver el original y tenerlo en las manos es algo impagable. Terminamos con la tradicional foto de familia.
Es hora de ir volviendo cada uno a su sitio, que a veces está lejos. Nos quedamos a comer con un pequeño grupo de amigos y amigas, y allí nos despedimos de ellos, entre los que están quienes nos invitaron la primera vez, Juan Llorens y Ramón Sempere. Por ellos, por Dolça, Blasco y por otros, tantos que sería largo nombrarlos a todos, no hemos dejado de regresar a Elche.