Permitidme que haga una excepción en este blog pero creo que la ocasión lo merece.
Mi abuelo murió pasados los noventa años. En toda su apasionada vida contempló únicamente una vez, sólo una, como el Barça levantaba una Copa de Europa. Fue el veinte de mayo de 1992, en el viejo estadio de Wembley. Unos pocos días antes me había presentado en su casa para anunciarle que sería uno de los miles de aficionados que viajaríamos hasta Londres para apoyar al equipo. Él me miró y esbozó una tímida sonrisa. Supongo que pensaría que yo era pura carne de cañón y quizá tuviera razón. Era más que probable que viviera lo que los entendidos en psicología describirían como una de esas experiencias vitales de las que te curten: la derrota más absoluta. Por aquel entonces la gent blaugrana éramos así: pesimistas ante los grandes retos, incansables en el recuerdo de nuestros desastres. Así recordábamos, una y otra vez, aquella desafortunada tarde en el Wandkdorstadion de Berna o la traumática noche del Sánchez Pijuán en Sevilla.
El Barça era uno de los grandes equipos del continente, es cierto, pero hasta esa fecha nuestro palmarés estaba repleto de títulos menores. Vamos, del tipo de trofeos con los que uno jamás adornaría su comedor.
Aún con todo, mi abuelo me tomó de las manos, me deseó suerte y me dió "algún centimet" -algo de dinero-, con el que financiar mi peripecia, con una sola condición: que no regresara sin la fotografía de nuestro Barça campeón.
Tendría que llegar Johan Cruyff para cambiar el timón del club y conducirnos hasta las cálidas aguas que disfrutamos actualmente. No tanto en jugadores, tácticas, estrategias o resultados, como en una manera de entender lo que el socio quiere (jugar al ataque, nada de fútbol especulativo) y cómo afrontar los grandes momentos (con respeto y valentía). En la misma línea disfrutamos de las temporadas de Frank Rijkaard y de un chaval de la cantera, al que ya veíamos de recogepelotas en la época de Terry Venables, os estoy hablando, claro, de Pep.
Fue el partido más largo de mi vida. Ciento once minutos de sufrimiento, emoción y padecimiento. De idas y venidas, de postes, de ocasiones perdidas, de cánticos, gargantas afónicas y agotamiento. Hasta que otro holandés, de nombre Ronald Koeman, nos enloqueció para siempre. Recuerdo que fue tan grande el derroche de energía que la mayoría de nosotros, en lugar de cantar sin cesar, simplemente permancecimos allí, en silencio, observando todo lo que sucedía. Años después el genial periodista Antoni Bassas lo describiría perfectamente en su libro "A un pam de la gloria" al escribir que "la gente enmudeció, como si quisieran grabarlo todo en sus mentes". Volví a casa y nos fundimos en un gran abrazo. Días después recibió, en un vulgar sobre, aquello por lo que tanto había esperado.
Cambiad la situación, la persona, el equipo o el lugar. No importa. Hacedlo. Hablemos del minimalismo implacable de la Real Sociedad de Alberto Ormaetxea, del tacticismo ilustre del At. Bilbado de Javi Clemente, del despliegue futbolístico del Madrid de la quinta del Buitre, de la solidez avasalladora del Valencia de Benítez o de ese maravilloso SuperDepor que todos conservamos en nuestros corazones.
Nada cambia. Alguien, en algún lugar, habrá recordado a ese familiar o amigo que no llegó a vivir este momento. En Atocha, San Mamés, en el Bernabeu o en Mestalla. Llorará por él; que alguien me explique si será por añoranza, tristeza o alegría.
Es lo maravilloso del deporte. No es ganar. No se trata de comparar victorias o derrotas. Lo importante del fútbol americano, del soccer, del rugby o de cualquier otro deporte está en las personas que aman unos colores y de las vivencias que uno puede vivir, disfrutar y recordar.
Va per a tú, avi.