Revista Arte
Diego de Silva y Velázquez, el mayor y más misterioso genio innovador habido jamás en el Arte.
Por ArtepoesiaCuando Velázquez fuese introducido, muy hábilmente, por sus influyentes amigos en la corte de Madrid, pudo contemplar las grandes obras maestras del Arte que se guardaban y exponían allí. Entonces, admiraría en las colecciones reales los grandes óleos de Tiziano, de Tintoretto, del Veronés. Comprendería de pronto que lo que hasta ese momento había producido, visto y aprendido no bastaría ya para llegar a lo que exactamente quería. Que ahora su habilidad para el dibujo, para la sombra, para el matiz, para la arruga, para distinguir correctamente así un vaso de una tinaja, no eran suficientes. Habría entendido, al fin, que otras cosas podían ser creadas en un lienzo, otras que con su escuela sevillana no habría llegado a obtener. Descubrió que la mera imitación de la naturaleza, esa forma tan grandiosa y prodigiosa que sus maestros le enseñaron, podía además cubrirse ahora de otras cosas, de una insinuante poesía en la pintura y de una muy sugerente belleza en su entonación.
Cambió su estilo, sus colores, cambió su modo de expresar y consiguió así la mayor de las glorias que un artista por entonces pudiera alcanzar. Luego, a finales de 1629, viajaría a Italia y aún mucho más sus colores y sus formas, sus historias y sus técnicas consiguieron mejorar. Pero, justo antes de este viaje, finalizaría en Madrid una obra extraordinaria. Hasta ese momento no se habría atrevido a pintar una escena mitológica. Todas eran naturalistas, todas perfectamente realistas. Su aprendizaje en Sevilla le habría llevado a seguir las ideas de su maestro, Pacheco, todas esas que defendían la veracidad de las formas a extremos de un gran realismo. De cosas existentes, cercanas, que sorprendieran a la gente y las confundieran, incluso, sin saber a ciencia cierta distinguir ahora el modelo de la obra. Pero, ¿cómo realizar así una alegoría, algo en sí mismo inexistente, pero a la vez tan realista o naturalista que siguiera confundiendo al que lo viera?
Y, por otro lado, ¿qué cosa mitológica pintar? Por aquellos años, 1628 y 1629, se encontraría el gran pintor flamenco Rubens en España. Como pintor admirado de la corte hispana, el gran Rubens elaboraría muchas obras para el rey Felipe, y por entonces conocería a Velázquez. Fue Rubens quien le aconsejaría pintar una obra sobre el dios Baco, el más realista de los dioses. Cuando Zeus, el mitológico gran dios y prolífico padre de tantos, tuviese una pasión por la mortal Sémele, la hermosa hija del rey de Tebas -Cadmo-, su verdadera y única esposa Hera, celosa por completo, tramaría una cruel venganza para acabar con ella. Zeus pudo conseguir antes salvar al pequeño Dionisos -Baco- y terminar de engendrarlo en su propio muslo. Poco después lo confió a preceptores mortales, que le enseñaron el arte de la vida, del vino y de las diversiones, por lo cual él sería el primer semidiós en sentir mucho más como los hombres que como los dioses.
Así que con Baco, el Dionisos griego, Velázquez tendría la excusa perfecta para expresar su deseo artístico. Pero, ahora, ¿cómo hacerlo? Otros creadores habían pintado ya al dios Baco. Tiziano fue uno de los primeros, pero, claro, Tiziano era un genio renacentista y clásico, un generador de Belleza en cualquier caso, sin fisuras, sin resquicios para otra cosa que no fuera lo bello. Pintó un triunfo de Baco cien años antes -Baco y Ariadna- donde éste aparecía ya como un dios poderoso y decidido, ágil, virtuoso y estilizado. Pero, el Arte habría cambiado, el progreso de las formas en la pintura se celebraba ya desde hacía años. El Barroco era otra cosa, y los pintores ahora debían hacer otra cosa. Cómo crear un triunfo de Baco ahora, es decir, una representación de la grandiosidad de un dios que nunca había logrado grandes cosas. Porque cuando Tiziano lo retrata lo hace triunfando por haber conseguido el amor de Ariadna, la abandonada antes por Teseo, y ahora impresionada por el cortejo, el impulso y la personalidad de Baco.
Sin embargo, Velázquez tiene otra idea en su cabeza, no basará el triunfo en la belleza, ni en el amor, ni en el cortejo mitológico propio del dios. Sigue dividido entre el naturalismo, el mito y la belleza. No quiere crear una obra mitológica, pero tampoco se lo niega, no desea sino ofrecer ahora la forma más vulgar por la que el dios ya era conocido, su afición al vino y sus alardes inspiradores. Tiene que hacer una obra donde los personajes se dejen llevar por esos efectos transgresores, pero, ¿cómo pintar una obra mitológica donde aparezca el dios y, a la vez, los seres más realistas, naturalistas y vulgares de sus obras? En 1629 creará su Triunfo de Baco para el rey Felipe IV. ¡Qué audacia!, ¡qué atrevimiento para un principiante artista en la corte más importante de Europa! Pero, el rey, el monarca más mecenas de la historia, lo aceptará y le pagará los cien ducados al artista. Velázquez había conseguido, genialmente, componer así a un dios rodeado de menesterosos bebedores, de unos personajes corrientes que reían, bebían y, grotescamente, le adoraban con unos gestos ahora más propios de tabernas o lupanares que de una corte olímpica y grandiosa.
Pero, lo conseguirá hacer el pintor con virtuosismos inconscientes, o no. Sutiles, mejor; detalles ahora que salvarán la obra mitológica del simple desatino de la escena, en exceso muy naturalista y terrenal. Y ahí radicará la grandiosidad de Velázquez, además de su extraordinaria factura pictórica, que maravillará y asombrará a cualquier observador que preciara ya la imitación más perfecta de la naturaleza en el Arte. Y esto lo llevará el autor aquí al paroxismo más verosímil. Son actores reales interpretando a estos seres. Son exactos a nosotros, ni siquiera los gestos de las muecas producidas por lo ebrio cambiarán un ápice la realidad de sus rostros. La luz será aquí otro efecto más, otro personaje más para hacer compaginar los dos mundos retratados, el divino, el elitista, el más blanco, el mitológico por un lado, y el campesino, el vulgar, el humano, el oscurecido, el más depravado por el otro. El dios y su acompañante mítico, los únicos desnudos en sus torsos, estarán como fuera de contexto, iluminados ahora de otra forma, con la luz ya más precisa y auxiliada a sus contornos.
Los demás, los que están así, rendidos al dios, a su porte o a su corte, a sus efectos conocidos, los pintará el creador aquí como son ahora los hombres, oprimidos, vencidos, relajados ante la magnanimidad de su displicente regalo divino. Por que, la verdad, el pintor aquí pudo muy bien contraponer un triunfo de lo divino a una parodia de lo humano. Pero además, los grandes creadores, como Velázquez, irán más allá, dejarán que pensemos, divaguemos, porque él no se mojará, el pintor no entrará aquí en disquisiciones morales, aunque sí las expondrá al menos. El dios Baco es el epónimo de la libertad, de la que produce el vino cuando libera las conciencias, los sufrimientos o las miserias de lo humano. Y pintará Velázquez aquí al dios con la mirada perdida, ¿por qué? Baco aquí no está mirando a nadie; los demás, o lo mirán a él o nos miran a nosotros -los demás humanos-, o miran a otros personajes retratados. Es como si el dios no estuviese ahí realmente, aunque sí está interactuando, está colocándole ahora una corona de hojas -símbolo merecedor de la inspiración más elogiosa- quizás a un poeta o literato. Pero, es que es un dios, no puede dejar de serlo, aun estando rodeado de esos hombres.
Es la representación más conseguida en el Arte de la dualidad divina y humana más realista. De la mayor grandeza, porque es un dios, y no precisamente un dios salvífico, caritativo o benéfico, el que está ahí, junto a los hombres; y de la mayor bajeza, ya que no son hombres ejemplares, seres ahora que, sobreponiéndose a sus debilidades, consigan grandes cosas con la virtud de sus anhelos, no, son personajes adheridos a la falla, a la deriva ahora del efluvio más liberador que ofrece el vino. Por esto a la obra se la denominará también, coloquialmente, Los borrachos. Sin embargo, El triunfo de Baco es la expresión con la que el autor titulará su obra. ¿Qué hay ahí de triunfo? Como todas las obras de Velázquez, el creador nos dejará solícitos a su misterio, a querer saber qué encierra ya la intención de esta obra. ¿Es un homenaje al momento que la ebriedad nos ofrece ante la realidad de la vida? ¿Es un agradecimiento al único dios mitológico que más se acercará para entender a los hombres? El dios seguirá mirando otra cosa. Con su mirada perdida y dirigida hacia lo opuesto nos estará así insinuando que nada es ya tan simple, que el misterio que se oculta seguirá ahí después de todo, y que ni él ni sus efectos podrán salvar más, ahora, que el placentero instante refugiado en un momento.
(Óleo El Triunfo de Baco, 1629, Diego de Silva y Velázquez, Museo del Prado, Madrid; Baco y Ariadna, 1523, Tiziano, National Gallery, Londres.)
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