Duncan Dhu, del que he sido fan (nadie es perfecto, tampoco reniego de ello), inició su andadura musical allá por el ’85 con un pop mucho más anglosajón que el que proponía Nacha Pop (que bebía de influencias más virtuosistas instrumentalmente) o Los Secretos (que derivaron rápidamente hacia sonidos más americanos). Tras unos inicios marcados por la sombra alargada de los Smiths y Aztec Camera, las inquietudes de los dos miembros principales de la formación empezaron a divergir.
Comienzan, así, a gestarse sus carreras en solitario de forma paralela al grupo. Mientras Mikel Erentxun acometía una línea continuista (porque la cosa funcionaba a todos los niveles), Diego Vasallo se embarcaba en una búsqueda extraña e infructuosa hacia sonidos electrónicos y experimentales alejada de las radiofórmulas con Cabaret pop. Las diferencias en el seno del dúo se iban agravando y en 1995 llega el primer kit-kat (o pausa pis) tras el mítico concierto en el Victoria Eugenia, ya con sus proyectos solistas en vías de consolidación (Mikel, dos discos; Diego, tres).
Es entonces, cuando empieza a germinar la semilla del Vasallo que tenemos hoy entre nosotros. Tras una transición (Criaturas, 1997), publica Canciones de amor desafinado (2000), probablemente su primera obra de calado, definiéndose más como autor que como artista, trazando las líneas maestras de lo que vendría luego: parquedad, apertura de miras hacia sonoridades más cálidas (más mediterráneos) y un tono propio del cine clásico como atrezzo de las historias de amor.
En 2001, graba Crepúsculo, concebido de antemano como el adiós definitivo de Duncan Dhu, pero el interés se desviaba hacia otro lado: su carrera en solitario y la pintura (su otra pasión), que provocaría la dispersión de su producción musical hasta nuestros días. Desde entonces, se ha sacado de la manga dos ases (el incontestable Los abismos cotidianos y el incomprendido Cuaderno de pétalos de elefante) y un caballo (el interesante proyecto La máquina del mundo, poniendo música a poemas de Roger Wolfe).
Hace un mes, vió la luz Canciones en ruínas, su último disco, que no es más que el fiel reflejo de la madurez y la coherencia adquiridos a través de los años habiéndose imbibido de las (diferentes y eclécticas) experiencias a lo largo de su carrera, extrayendo el jugo y reduciéndolo para concentrar sabores. Los textos se presentan aún más protagonistas y las melodías, cada vez más concretas, se ven resumidas en una guitarra con leves cuerdas complementarias. La voz, más áspera, más susurrada, más grave que nunca, imprime una pesada melancolía a hermosas historias de nostalgia, pérdida y desengaño como La tarde, A ras de la noche o Vuelve un poco de lo que perdí.
"Este pequeño infinito incierto no es el de ayer". Ni falta que hace.