No soy muy amigo de los obituarios o más bien de dedicar entradas a los mitos caídos, más que nada porque pienso que sus muertes son siempre relativas. Es cierto que desaparecen, la mayoría de las veces por la edad, otras de forma lamentablemente trágica o prematura, pero no es menos verdad que, después de todo, permanecen siempre jóvenes, siempre bellos o lúcidos, siempre listos para mostrar otra vez la mejor versión de si mismos. Pero esta vez toca hacer una excepción y pararse un poco a decirle adiós a Luis García Berlanga, su importancia en el cine español no se puede calcular, fue el mejor entre los que permanecieron en el país debatiéndose contra el contexto para retratarlo del modo más preciso y estuvo a la altura, e incluso superó, a la gran mayoría de autores europeos contemporáneos, con la diferencia que su difusión y popularidad fue, en los momentos centrales de su carrera, mucho menor de la que tuvieron, por ejemplo, su colegas italianos. Sin ir más lejos siempre he pensado que Berlanga era superior a Fellini, con la diferencia de la conversión de este en icono mundial pese a que gran parte de su cine bordee la autoparodia y la complacencia del que realmente se piensa un genio. Pero tampoco es eso, Berlanga es un ejemplar de plena autonomía, un creador singular sin el cual España, la historia de España en la segunda mitad del siglo XX, sería incomprensible, tanto qeu el imaginario colectivo a somatizado aquella España como indiscutiblemnte berlanguiana, de tal modo que la ficción explica mejor el momento que cualquier intento historiográfico. A la hora de escoger la película para el homenaje decidí rescatar una pequeña reseña para ¡Vivan los novios! como el objeto más apropiado para las características de este sitio. Un título todavía incomprendido, parcialmente fallido, demoledor por alcance, que puede verse como un film-bisagra que comparte estilemas con las películas de su primera etapa y
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En el rodaje de Plácido (1961)
antecede los rasgos más cafres y las decisiones estéticas que tomará su cine a partir de La escopeta nacional y, finalmente, una realización que desde su misma condición de experiencia suicida, me entusiasma.
Curiosamente, mientras buscaba imágenes y material para este artículo me topé con un fenómeno tristísimo, aquella pequeña reseñita que había publicado en febrero de 2009 en Filmaffinity (y que como en otras ocasiones, pasadas y futuras servirá de esquema para estos artículos) había sido plagiada aquí mismo por, en palabras del siempre grande Manolo Preciado, un canalla. Lamentable, efectivamente, e idiota, claro, porque dedicar una página personal a poner ideas ajenas como propia solo puede ser comprensible desde la idiocia. En fin, la única regla inquebrantable que me impuse cuando decidí abrir esto fue la honestidad y no quiero que nadie que pueda leerme (hay incluso gente a la que le gusta, ¡bendita inconsciencia!) se confunda. En cualquier caso esta circunstancia termina por ser extrañamente coherente, porque no hay mejor manera de adentrarse en un film sobre la miseria moral que el choque contra una de esas pequeñas miserias cotidianas.
Director: José Luis García Berlanga
1970
España
83 min.
Fotografía: Aurelio G. Larraya
Música: Antonio Pérez Olea
Guión: Rafael Azcona, Luis García Berlanga
Reparto: José Luis López Vázquez, Laly Soldevilla, José María Prada, Manuel Alexandre, Romy, Patricia Fellner, Teresa Gisbert, Luis Ciges, Víctor Israel, Javier Vivó
Para encontrar la génesis de estas hay que remontarse al tumultuoso estreno de El verdugo en Venecia en 1963, realizado antes de pasar por el arco censor, y su posterior mal estreno en las salas españolas, el cual la condenó al fracaso. Cuatro años después el director estaba desesperado por un éxito que reflotará una carrera que languidecía, pero cerca del fin de la década los gustos y España misma habían cambiado. Berlanga había decido buscar una comedia con posibilidades económicas pero que, al mismo tiempo, fuera un título genuinamente suyo. Entre él y Azcona pergeñaron el que, a decidir del mismo director, era el mejor guión de su carrera, se titulaba Las pirañas. Trataba acerca de la enfermedad fingida de una esposa con el objetivo de martirizar a su marido y la decisión
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Vuelta a 1969, a la desesperación por el éxito, la reincidencia con Cesáreo González (el cual fallecerá antes de ver estrenado el film, por cierto) y la decisión de acercarse a la comedieta española playero-sexual de moda en la época, la versión berlanguiana (y azconiana) de las películas de españolitos persiguiendo suecas, que hacían estragos en las pantallas del desarrollismo. El objetivo era un imposible, la consecución de una película que pareciendo mala, fuera buena. Homologable superficialmente al subproducto coetáneo, usando, por mímesis, semejantes r
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Su mayor acierto reside en el retrato de un pobre hombre superado por las circunstancias y con la voluntad anulada por completo, en un sentido del humor incómodo y desagradable basado principalmente en la vergüenza ajena y el patetismo más doloroso forzado hasta la frontera entre la gracia y el sufrimiento, un hombre viviendo un drama existencial atrapado en una burla grotesca, en un guiñol cruel. Toda una anticipación del post-humor.
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Con todos sus problemas, con su aún primitiva elaboración interna, con su desesperación por gustar sin traicionarse, con su insostenible equilibrio entre pactismo y ferocidad, ¡Vivan los novios! parece ahora como una película a reivindicar, de una lucidez abisal, donde José Luis López Vázquez brilla como el mejor Jack Lemmon posible junto a esa tremenda Laly Soldevilla que, esta vez si, Berlanga logró imponer frente al criterio de la producción.
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