Revista Salud y Bienestar

"Dios y el Alzheimer.. y la Dependencia" (Instrucciones para cuidar)

Por Seo Bloguero
Ella perdía pero yo iba ganando ... Entrevista a Marta Arenzana (Dependencia) Ya he confesado mis remordimientos cuando perdía la paciencia con mi madre, cuando había hecho comentarios poco caritativos, jocosos o irónicos sobre ella y las cosas que hacía, sin tener en cuenta que pudiera sentirse ridiculizada o herida. Daba por sentado que ella era «inconsciente por el Alzheimer», aunque nunca estuve convencida de que lo fuera totalmente. La triste verdad es que fui muy desconsiderada, por decirlo suavemente, durante aquella primera etapa de cerca de dos años.Cuando entonces me paraba a pensar, me sentía muy mal. Oraba pidiendo a Dios que me perdonara, pero no me sentía perdonada. Pedía a Dios cada día que me hiciera más sensible y me diera el carácter que necesitaba para darle a mi madre el cariño y cuidados que merecía. Recordaba su vida de sacrificio por mí, específicamente, y me sentía fatal por no saber corresponderle adecuadamente. Lo que más me entristecía era repetir la misma oración, día tras día, y no ver el resultado. Me decía a mí misma: «¿Qué ocurre? Si yo estoy pidiendo algo que, seguro, Dios aprueba, ¿por qué no me responde? Dios mismo enseña que hay que honrar a los padres, y mi madre lo merece y lo necesita, entonces, ¿por qué yo no recibo respuesta a mi oración?» Llegué a tal grado de desesperación que incluso pedí a Dios que me quitara la vida si yo no era capaz de darle a mi madre en sus últimos años de vida lo que merecía. Y le pedí que me matara de forma dolorosa, porque no merecía otra cosa. Cuando alcancé aquella posición delante de Dios, él tuvo misericordia, no sé si de mí o de mi madre, ciertamente de las dos. Alguien me regaló un librito pensando que me sería útil. No recuerdo el título, pero era un pequeño libro que trataba sobre la fe. Para mí una frase sobresalía por encima de todo lo que estaba leyendo: «El justo vivirá por la fe». No acababa de entender bien lo que significaba, pero venía a mi mente de continuo. Lo cierto es que un día, orando a Dios, por fin me di cuenta de dónde radicaba el problema. La situación era tan difícil para mí, era tan imposible para mí, que no creía que Dios me contestara. ¡Había estado pidiendo ayuda sin creer que esa ayuda fuera posible! Aquel día lo vi clarísimamente. Me inundó la alegría. ¡Dios se especializa en lo imposible! Recuerdo que a poco de tener a mi madre en casa, estando toda la familia a la mesa, comenté con ellos que, ahora que yo estaba en posesión de todas mis facultades mentales, quería que supieran que si en alguna ocasión perdía esas facultades, por favor, me internaran en algún centro. No quería ser causa de un trastorno para mi familia semejante al que estábamos viviendo nosotros en aquel momento. Luego, al pasar el tiempo y cambiar la situación, cuando Dios tomó el control y empecé a disfrutar de la oportunidad que se me brindaba de darle a mi madre lo que necesitaba y merecía, tuve que decir a mi familia que olvidaran aquello que dije, y que solo se dejaran guiar por Dios, porque no quería privarles a ellos de la bendición que yo estaba disfrutando ahora. Había comenzado a ganar capacidades. Mi vida estaba cambiando. Empecé a recibir la sabiduría que había pedido para el trato a mi madre; descubrí un sentimiento de ternura que me era totalmente desconocido, y que me permitió disfrutar de la compañía de una persona que no podía comunicarse conmigo en ninguna manera. ¡Qué precioso! Parecía que por cada capacidad que mi madre había perdido, yo iba ganando otras. Comencé a buscar el modo de moverla que menos le molestara; me di cuenta de que, posiblemente, tendría picores, y le daba friegas y la rascaba por todo el cuerpo para asegurarme. Dejé de «obligarla» a bañarse, y desenterré mis conocimientos en cuanto a bañarla en la cama, como se hace en los hospitales. Le daba de beber a menudo, ya que ella no podía hacerme saber cuándo tenía sed. Aprendí del médico de urgencias cómo vaciarle el intestino, ya que a veces sufría obstrucciones porque su cerebro ya no enviaba las órdenes precisas a su cuerpo, etc., etc. Y lo hacía tarareando, como si fuera la cosa más normal del mundo. Aquello me llevó a dar gracias a Dios, porque por mucho tiempo le había pedido que me permitiera ver la situación como normal, y no como un problema, como lo había considerado al principio, y por fin, la normalidad había llegado. Tiempo después, un amigo cuyo padre también sufría Alzheimer me hizo llegar un libro que a él le había ayudado mucho durante sus visitas a su padre. Siempre estaré agradecida porque el libro, escrito por un médico especialista en la materia, y cristiano, explicaba muchas de las peores situaciones que yo había experimentado, los sentimientos más negativos que habían surgido en mí en los comienzos del trato con la enfermedad. Aquella irritación, la rebeldía, los horribles sentimientos de culpa al verme obligada a forzar a mi madre en tantas ocasiones, todos aquellos pasos parecían ser un proceso común en todos los cuidadores de estos enfermos. Este médico daba razones que explicaban científica y espiritualmente el por qué de todas aquellas emociones. Fue un consuelo saber que no era yo la única que había sentido todo aquello que me había hecho odiosa a mí misma. Entendí las razones que el médico daba y me identificaba plenamente con ellas. El aludía a la confusión mental que produce en el cuidador comprobar lo terrible de los efectos de la enfermedad en el paciente, con el que estás tan involucrado emocionalmente, la falta de aceptación de que nuestro ser querido padezca una «enfermedad mental», y más en el caso de que el enfermo sea cristiano, el estrés mental de la batalla diaria, el cansancio físico, etc. El libro me fue tremendamente útil, e incluso creo que debí dar un suspiro de alivio al terminar la lectura. Lo lamentable era no haberlo leído antes. Eso pensé en primera instancia; luego me di cuenta de que era algo que tuve que vivir. Dios no se equivoca nunca, ni llega tarde para darnos las soluciones. Tenía su tiempo para cada cosa, y para mí, era necesario que pasara por todas y cada una de las etapas por las que atravesé. Dios no quiso que leyera el libro hasta que la situación estuvo controlada ¡por él! Después ya podía corroborar todo lo que necesitara ser corroborado.

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