Puesto porJCP on Sep 18, 2015 in Autores
La sociedad del espectáculo bienintencionado ha pasado de las imprecaciones a los parabienes. El relato de la severidad germana ya no puede ser tan monocorde. ¿Qué nexo hay entre la inflexibilidad negociadora con que castigaron a los griegos y la acogedora comprensión de las calamidades de los sirios?.
Lo de ser un pueblo elegido por la Providencia para dirigir a los demás pueblos sigue siendo un destino manifiesto para los norteamericanos, que en el caso de Alemania, en lugar de ser abiertamente reconocido, anida en el subconsciente colectivo en forma de “Sonderschicksal” (destino especial de esta nación). Aunque tras la catástrofe bélica, llegó la hegeliana aceptación de la realidad, una megalomanía tan acendrada no se difumina así como así, sino que se vuelve a delinear con el dominio económico, la directriz cultural y la influencia diplomática, con el fin de recuperar la antigua grandeza y cumplir la misión histórica primigenia que les corresponde.
Heleno Saña, en su obra “La nación acomplejada”, considera que la historia de Alemania ha consistido en una serie de fracasos, lo que explica el complejo de inferioridad inconfesado que se esconde en el espíritu alemán, y que, sublimado con delirios de grandeza, alimenta un permanente revanchismo. La Alemania de las minorías heroicas, la de vocación humanista, la de Goethe, Kant, Schiller y Hölderlin, sucumbió a la del militarismo racial. Lo que nos importa ahora es entrever si los que más contribuyeron a sembrar la cizaña en el Viejo Continente, tal como señalaba Dostoiewski en su “Diario de un escritor”, continúan siendo igualmente proclives a no aceptar ningún orden que no haya sido impuesto por ellos.
Estamos más cerca de una Europa alemana que de una Alemania europea. Desde luego, ni los ingleses, con su sentido de la exclusividad, ni los franceses, con su papel secundario, parecen ser capaces de otra cosa que de mirar con recelo las ínfulas hegemónicas de la primera potencia demográfica, industrial y económica de la UE.
Estaríamos más tranquilos si pudiéramos inocularles una mezcla de flema, sesteo o dolce far niente y la joie de vivre, puesto que, como advertía el historiador Sebastián Haffner, el elemento más peligroso de la vida alemana es el aburrimiento, eso que Kant definía como “hastío de la propia existencia por el vacío de sensaciones en el ánimo a las que éste aspira incesantemente”. Este descontento interior puede crecer hasta el horror, el “horror vacui”.
¿Y no será la historia de Alemania, en última instancia, el resultado de su temor al aburrimiento, que es lo que le hace acariciar lo novedoso del desastre y preferir cualquier desgracia antes que el estancamiento?