Revista Cine
Hacia la última parte de Django sin Cadenas (Django Unchained, EU, 2012), el más reciente largometraje de Quentin Tarantino, el dentista alemán convertido en cazador de recompensas King Schultz (Christoph Waltz en un papel hecho a la medida) comete un acto que pretende ser justiciero pero que termina siendo contraproducente. Más bien: simplemente estúpido. No diré qué hace Herr Schultz pero usted se dará cuenta cuando vea la película. Tamaña insensatez la corona el locuaz Schultz disculpándose ante su camarada Django (Jamie Foxx) diciendo: "No lo pude evitar". Después de esta escena -que desemboca (y no es metáfora) en un baño de sangre-, Django sin Cadenas termina por salirse de madre. Así pues, el octavo largometraje tarantinesco termina yéndose al caño porque Tarantino no puede parar cuando debe hacerlo. "No lo pude evitar", podría disculparse el director de Jackie Brown (1997), pero eso significaría que, como Schultz, se ha dado cuenta de que ha cometido un grave error. Pero dudo que el cineasta tenga esa cualidad. Estamos en Texas, en 1858, tres años antes de la Guerra Civil. El citado Schultz adquiere -dinero y balazos de por medio- al Django del título, pues el esclavo conoce a ciertos malandrines que el alemán quiere matar para cobrar la recompensa respectiva. Schultz no sólo es la más articulada pistola del oeste, sino un abolicionista avant-la-lettre, pues desprecia de corazón la esclavitud y todo el sistema que la sostiene. Así pues, a las primeras de cambio libera a Django, le ofrece convertirse en su ayudante y, cuando se entera que el exesclavo tiene una esposa germano-parlante llamada Broomhilda (Kerry Washington) que es "esclava de casa" en alguna plantación sureña, decide ayudar a su asistente/socio/amigo a rescatar a su añorada mujer, cual re-edición del mito teutón de Brunilda y Sigfrido -por lo menos en la versión que cuenta Schultz. Durante esta primera hora, Tarantino ha hecho el mejor cine en mucho tiempo: una suerte de sampling fílmico que toma algunos elementos del spaguetti-western no tan prestigioso (Django/Corbucci/1966), lanza dardos precisos al cine racista del Hollywood fundacional griffithiano -la escena del KKK- , retoma la hilarante premisa de Locuras en el Oeste (Brooks, 1974) -¡vean, un negro armado y a caballo!- y hasta puede presumir de ser una digna descendencia de la mejor comedia de pareja/dispareja hollywoodense, con el pomposo y verborreico Hardy/Schultz y el silente/tímido Laurel/Django o, si usted quiere, con el neurótico y hablantín Felix/Schultz y el hosco/pocas-pulgas Oscar/Django (Una Extraña Pareja/Saks/1968). La heroica tarea wagneriana que ha planteado Schultz -rescatar a Brunilda del dragón- toma claridad después del minuto 50: hay que ir a Mississippi a encontrarse con el dragón de marras, un tal Monsieur Calvin Candie (Leonardo DiCaprio), un suave sureño decadente y racista que tiene como esclava en Candyland, su enorme plantación, a la esposa de Django. Candie, por cierto, resulta ser un dragón relativamente fácil de engañar, pero su asistente, el anciano esclavo Stephen (Jackson), no lo es. De hecho, el viejo lisiado de 76 años será el auténtico villano del filme, el más duro, el más implacable, el más provocador. No es casualidad el nombre de Stephen, supongo: su apelativo nos remite al controvertido Stepin Fetchit, el gran comediante negro que llegó a ser una estrella por derecho propio en el cine Hollywoodense de los 30, encarnando muchas veces a negros tontos, flojos y/o serviles. En todo caso, el torcido Stephen de Tarantino vía Samuel L. Jackson (y viceversa) podrá ser todo lo servil que usted quiera, pero no tiene nada de tonto. He aquí la más interesante aportación del filme de Tarantino: la construcción de este inquietante personaje que resulta ser el torcido alter-ego de su perverso amo. Stephen no puede soportar a Django porque el arrogante esclavo liberado no juega con las reglas aceptadas: el orgullo de Django no molesta al blanco Calvin, pero sí resulta una ofensa insoportable para el mayordomo negro que ha vivido con tres generaciones de amos y que ha podido lidiar con todos ellos usando las armas del servilismo, mientras es cruel con los demás -es decir, con los negros como él. Tarantino, nos ofrece, pues, una primera hora divertidísima, otra hora tambaleante en la que nuestros héroes llegan a Candyland y, luego, en la última media hora, dijera el Dr. King Schultz, el cineasta no lo puede evitar y echa todo a perder. Traiciona a Schultz y a su gran actor Christoph Waltz, echa por la borda toda la tensión creada hasta el momento, hace que olvidemos sus ideas más audaces y se suelta, feliz de la vida, bañando de sangre las paredes de Tara -quiero decir, Candyland-, en una inocua e interminable fantasía de venganza afroamericana que no sé si alguien, a estas alturas del juego, encuentra ofensiva, provocadora o interesante. Yo, por lo menos, no. Estamos, pues, ante una cinta quebrada en la que Tarantino, desgraciadamente, ha traicionado sus mejores momentos -la comedia de la primera parte- y sus mejores ideas -la relación de Calvin y Stephen de la segunda parte- para lanzarse de lleno, parafraseando al cinecrítico David Edelstein, no al Grand Guignol sino a un Bland Guignol. Y un último detalle: Tarantino debería volver a ver el cine de su odiado John Ford -o de su adorado Sergio Leone, en todo caso- para ver cómo se hace un western en grandes espacios abiertos. Digo, por si hace Django 2.