Julius Dassin, más conocido como Jules Dassin tras su forzosa emigración a Francia, es otro de los célebres damnificados por la persecución emprendida contra los cineastas de Hollywood a raíz de las “investigaciones” del Comité de Actividades Antiestadounidenses. Formado como actor y director, y también en la radio, empezó como ayudante de Alfred Hitchcock antes de iniciar una próspera carrera como director de películas de cine negro y criminal, muchas de ellas auténticos clásicos, con algunas incursiones en el drama, filmadas en obligada itinerancia entre Estados Unidos (en dos etapas), Reino Unido, Francia, Italia o, tras su matrimonio con Melina Mercouri, Grecia. Fuerza bruta abre el prolífico y excelente periodo central de su obra, una cinta que, más allá del argumento literal, no puede obviar su conexión con el tiempo en que fue filmada y estrenada y que, por tanto, es un drama carcelario pero también, y sobre todo, un retrato político-social.
El pilar de la narración viene constituido por el régimen de terror que el capitán Munsey (Hume Cronyn), jefe de los guardias, impone tras los muros de la atestada penitenciaría de Westgate. La superpoblación del penal, que obliga a hacinar en las celdas al doble de presos de su capacidad, pone contra las cuerdas al alcaide, que puede verse obligado a abandonar su puesto. Una situación propicia para Munsey, que además de maniobrar conforme a sus propios intereses personales utilizando los cada vez más frecuentes hechos violentos e intentos de fuga de la cárcel para minar la posición de su superior y aumentar sus opciones de ocupar su puesto, aprovecha este mismo enrarecimiento progresivo para dar salida a su vena sádica, elevando el nivel del régimen disciplinario, disfrutando con las cada vez más arbitrarias decisiones y normas destinadas a hacer insoportable la vida entre rejas, y, como resultado de todo ello, saboreando cada ocasión de que dispone para torturar, apalear y vejar a quienes cumplen condena, sin eludir el cinismo que implica demostrar públicamente cada vez que puede su supuesta preocupación y consideración por el bienestar de sus “clientes”. No obstante, cuando uno de los presos más respetados, un hombre mayor que ha sido obligado a trabajar hasta morir exhausto en el llamado “foso”, el lugar más penoso al que los presos pueden ser destinados al trabajo, los reclusos de la celda R17, encabezados por Joe Collins (Burt Lancaster), organizan un temerario plan de fuga que amenaza con desencadenar una auténtica ola de violencia.
La estructura narrativa que plantea el guión de Richard Brooks trata en paralelo el implacable régimen penitenciario que impone Munsey y la preparación de este laborioso y peligroso plan de fuga con incursiones en forma de flashback que cuentan la forma en que varios de los presos de esa celda R17 han llegado a encontrarse en prisión. En esta parte la película introduce el elemento femenino ausente del tramo central de la historia circunscrito al interior de la cárcel, y que cuenta con actrices como Ella Raines como pareja insatisfecha y ambiciosa, Anita Colby como ladrona y estafadora, Ann Blyth como joven impedida o Yvonne de Carlo como muchacha italiana enamorada de un soldado americano durante la liberación de Italia en la Segunda Guerra Mundial. Estos fragmentos ilustran parte de las vidas pasadas de quienes ahora ansían escapar de la cárcel, dan idea de las aspiraciones, anhelos y motivaciones de quienes llevaron su vida por el mal camino o luchan por retornar a la normalidad fuera de los muros de la prisión, pero también se convierten en trágico vehículo de extorsion para Munsey, que no vacila en utilizar lo que sabe para maltratar psicológicamente a aquellos de quienes ya abusa en todos los demás niveles. El capítulo central, sin embargo, se dedica a la evolución de la situación en la prisión, de la que se dibuja una estructura de poder piramidal encabezada por el alcaide, que desconoce buena parte de lo que sucede bajo su mando, que por tanto no puede imponer ninguna medida correctora (aunque por su carácter pusilánime resulta dudoso que, en caso contrario, fuera capaz y tuviera carácter suficiente para imponerse a Munsey) y cuya máxima preocupación es conservar el puesto con la mayor tranquilidad posible, aunque esto implique desentenderse de pormenores incómodos; el capitán Munsey, que actúa como el amo de un campo de concentración nazi, haciendo de su palabra ley, y que maneja al resto de los guardias, que incluso cuentan con ametralladoras de posición en las torres de vigilancia, como un ejército privado, por más que buena parte de ellos renieguen de sus métodos y reprueben las torturas; por último, los presos, objeto de desprecio por parte de Munsey en un régimen penitenciario que no considera ni por un momento que términos como redención o reinserción puedan ser aplicables. Un régimen a todas luces criminal e injusto que incluso a quienes siguen las normas y tratan de acercar posturas, como el veterano Gallagher (Charles Bickford), el preso más respetado, terminan por convencer de que la única salida, la única garantía de supervivencia real, está en la huida, aunque eso pueda provocar muertes.
Resulta inevitable extrapolar este tratamiento al crudo momento sociopolítico que se estaba viviendo en los Estados Unidos en aquel tiempo a nivel general y en particular en Hollywood, con el foco del senador Joseph McCarthy colocado sobre los profesionales del cine. El ambiente opresivo y asfixiante de la brillante puesta en escena, el fomento de la delación, la traición y el soborno como mecanismos habituales de relación entre desiguales y las oscuras maniobras para lograr la permanencia o el ascenso a determinados puestos pueden leerse en esa doble clave política y social, de igual forma que parece legitirmarse la lucha social, incluso por medios violentos, cuando se entiende que las relaciones de poder se basan en un sistema de injusticia estructural que recurre a la imposición y a la violencia sin ningún control ni organismo regulador. Al mismo tiempo, adscrita parcialmente al ciclo del cine negro americano, la sombra de la fatalidad, subrayada por la excelente partitura musical de Miklós Rózsa, sobrevuela desde el principio una historia cuyo final, como el espectador termina por comprender, queda contenido en su principio, en un ciclo narrativo perfecto, absorbente y desasosegante, que con las caras de Jeff Corey, Howard Duff, Jay C. Flippen, Sam Levene o Sir Lancelot (en el papel de “Calypso” Jones, ese prisionero negro que adopta sucedidos de la prisión para los blues que canta continuamente) hacen de esta película uno de los clásicos imprescindibles del cine carcelario, y una pieza indispensable para el acercamiento al macartismo, algo que a Dassin terminó por costarle muy caro.