La carrera de Bruce Willis no terminaba de arrancar. Tras aparecer como extra en algunos títulos de cierto prestigio –El primer pecado mortal (The First Deadly Sin, Brian G. Hutton, 1980), protagonizada por Frank Sinatra, o Veredicto final (The Verdict, Sidney Lumet, 1982), a la espalda de Paul Newman-, había alcanzado gran popularidad gracias a la serie Luz de luna (Moonlighting, 1985-1989) junto a Cybill Sheperd, pero la cinta que debía haberle servido para abrirse camino en el cine, Cita a ciegas (Blind Date, Blake Edwards, 1987), resultó un fiasco y, agotada la fórmula televisiva, las sombras parecían cernirse sobre el horizonte. La suerte se presentó revestida del rechazo de Arnold Schwarzenegger a repetir con John McTiernan, con quien ya había trabajado en la accidentada Depredador (Predator, 1987), de modo que el puesto de rol protagonista de su siguiente película estaba vacante. Willis consiguió así el papel que le valió una carrera cinematográfica, convertirse en un icono popular y constituir prácticamente un subgénero propio dentro del cine de acción gracias a su combinada caracterización de dureza, sensibilidad, sarcasmo y humor negro dentro del anodino caparazón de un antihéroe ordinario, muy alejado de los musculados héroes de acción de los ochenta, expertos en hacer la guerra en solitario contra enemigos formidables. El policía neoyorquino John McClane ha protagonizado cinco películas (solo la tercera entrega, la única de las secuelas dirigida por McTiernan, alcanza la calidad de la cinta original) y ha determinado la personalidad de Willis como actor, quien ha acudido al personaje reiteradamente, en esta saga o en otros títulos con otro nombre pero bajo idénticos parámetros, a lo largo de su trayectoria, siempre que las necesidades de su caché o de la taquilla lo han requerido.
En esta primera entrega, el sabido argumento es lo de menos, simple pretexto para establecer el escenario de la acción: en busca de reconducir su maltrecho matrimonio, McClane viaja a Los Ángeles a pasar la Navidad con su esposa (Bonnie Bedelia), alta ejecutiva de una empresa japonesa. Durante un cóctel navideño en la sede de esta, el Nakatomi Plaza, flamante rascacielos todavía en construcción, un supuesto grupo terrorista integrado por extremistas alemanes de izquierdas junto a elementos del hampa local, irrumpe en el edificio, secuestra a los presentes y plantea una serie de reivindicaciones, entre ellas la liberación de un listado de presos radicales encarcelados por delitos de terrorismo político. Mientras tanto, se aplican concienzudamente en burlar las medidas de seguridad que blindan las enormes y repletas cajas fuertes que la empresa ha instalado en los bajos de su ostentosa torre de cristal, intentando ganar tiempo para largarse impunemente con su cuantioso botín. Solo McClane, que en el momento del asalto estaba intentando sacudirse el jetlag en el baño, relajando los pies (razón por la que se pasará casi todo el metraje sin zapatos), quedará momentáneamente libre de movimientos para enfrentarse a los teóricos terroristas y auténticos ladrones y eliminarlos uno a uno, mientras que en el exterior, la policía y el FBI fracasan continuamente en sus intentos por entrar a controlar la situación. Gracias al radiotransmisor arrebatado a uno de los terroristas, McClane logra estar en contacto con un patrullero (Reginald VelJohnson) que le informa de cómo está la situación fuera del edificio, mientras que un periodista sensacionalista (William Atherton) intenta aprovechar el caso hurgando en la vida de los McClane para obtener réditos de audiencia en prime time. Se construye así una película violenta a un tiempo heredera de la línea de las cintas de acción y tiroteos de Charles Bronson en los setenta, de películas de chantajes y rehenes como Harry, el sucio (Dirty Harry, Don Siegel, 1971), Pelham 1, 2, 3 (The Taking of Pelham One Two Three, Joseph Sargent, 1974) o Pánico en el estadio (Two-Minute Warning, Larry Peerce, 1976), y del cine-espectáculo catastrofista modelo El coloso en llamas (The Towering Inferno, Irving Allen y John Guillermin, 1974), a la que se añade la nota característica del villano carismático y con estilo que incorpora Alan Rickman, actor británico que gracias a este personaje vio abrirse las puertas del cine y de Hollywood durante la década siguiente.
La mezcla de peleas, tiroteos y explosiones en secuencias vibrantes en las que intervienen incluso helicópteros y tanquetas y que convierten al posteriormente caído en desgracia McTiernan en uno de los mejores directores de acción contemporáneos, aprovecha al máximo la arquitectura como escenario (azoteas, ascensores, ventanales, etc.) y se adereza con tintes romántico-sentimentales (la reconstrucción del matrimonio McClane), políticos (el tratamiento del caso por el FBI -con sus mandos ineptos, como el oficial que incorpora Paul Gleason, o en exceso presuntuosos, como el «experto» al que da vida Paul Davi- y la policía, las connotaciones pseudo-revolucionarias que acompañan a los grupos supuestamente libertarios que emplean el terrorismo como herramienta para la consecución de sus maximalismos ideológicos) y, sobre todo, humorísticos, gracias a las réplicas y comentarios con los que McClane va acompañando su peripecia de supervivencia en el edificio. A la película tampoco le es ajena cierta perspectiva intencionada respecto al antagonismo estadounidense frente a alemanes y japoneses (los cabecillas de los terroristas y buena parte de sus hombres hablan alemán; el lugar donde todo ocurre es el rascacielos de una multinacional japonesa) derivado de la rivalidad comercial que mantenían por entonces con ambos países los Estados Unidos, y que, en particular con el prisma nipón, venía salpicando el cine norteamericano desde los setenta y aún se prolongaría durante los noventa –Yakuza (Sydney Pollack, 1974), Pisa a fondo (Gung Ho, Ron Howard, 1986), Black Rain (Ridley Scott, 1989), Sol naciente (Raising Sun, Philip Kaufman, 1993)…-, una forma más o menos velada de señalar el peligro de lo japonés (siempre ligado a mafias invasivas o a prácticas comerciales discutibles de las empresas de aquel país) como amenaza para la estabilidad de la vida americana.
La película es un circo de tres pistas, de ritmo vertiginoso, que cuenta con escenas de acción memorables (el intento de asaltar la azotea, la irrupción de la tanqueta de la policía…), mucho humor (en la actitud de McClane, sus comentarios y apostillas, con algún que otro detalle al margen de él, como el del terrorista que roba una chocolatina en una tienda devastada por los disparos), algunas secuencias dramáticas de mérito (el equívoco en el primer encuentro de McClane y Gruber) y una mirada crítica hacia los medios de comunicación, que brindó al protagonista y a su antagonista la posibilidad de hacer carrera en el cine, y que creó escuela en las décadas siguientes con imitaciones más o menos disimuladas, dentro y fuera del cine americano. La película es la demostración de que en un género popular puede alcanzar altas cotas de calidad, que la explotación de la cacharrería no tiene por qué estar reñida con el adecuado empleo de amplios medios técnicos que den soluciones a situaciones narrativas complejas, que la vocación de entretenimiento no tiene por qué estar vacía o hueca o resultar intrascendente, y que la inteligencia y la profundidad no solo se hallan en el cine «de autor». Una obra maestra en su género, de gran complejidad en su arquitectura interna, en paralelo a la del lugar en el que transcurre la trama, que, en tanto que cine de atracciones, toda una tradición que surge de las primeras películas del siglo XIX y que se ha prolongado hasta nuestros días, le permite ser considerada genuinamente como tal, en bruto, sin apellido que la rebaje según los dictados del esnobismo cultural. Porque el cine de atracciones es, simplemente, el cine.