La vida y el dolor siempre han ido de la mano. Nacemos infringiendo dolor cuando atravesamos el canal del parto de nuestras madres y sufriendo dolor cuando, por primera vez, se nos llenan de aire los pulmones.El momento del nacimiento es una experiencia durísima tanto para la madre como para el niño o la niña que estrena vida. Pero, pese a todo ese dolor por ambas partes, tendemos a idealizar ese acontecimiento, atribuyéndole una felicidad que no siempre se corresponde con lo que de verdad sienten sus protagonistas.
Como el nacimiento, muchos otros acontecimientos importantes de nuestra vida están marcados por el dolor, porque estar vivo y sentir dolor parece ser una norma con escasas excepciones, al poder considerarse la vida una aventura de alto riesgo en la que cada cambio experimentado implica un esfuerzo añadido por adaptarnos a las nuevas circunstancias.
Aunque no padezcamos ninguna enfermedad, constantemente sufrimos de algún tipo de dolor físico o emocional. Desde leves migrañas a los típicos dolores perimenstruales, a molestias intestinales por una complicada digestión o por algún virus, a malestar de garganta por algún resfriado común o a dolor por un esguince o alguna fractura, fruto de accidentes mientras hacemos ejercicio.
También podemos sufrir dolor al ver cómo sufren dolor aquellos que queremos y, cuando eso ocurre, no hay pastilla que nos sirva para acallarlo, porque no es el cuerpo el que lo padece sino una mente que no descansa, que no se da tregua.
Pese a que tengamos la suerte de no padecer ninguno de esos tipos de dolor, no nos libramos fácilmente de experimentar otras de sus formas cada vez que suena el despertador de madrugada y el sentido de la responsabilidad nos obliga a abandonar la cama, cuando nuestro cuerpo pagaría por permanecer en ella unas horas más.
Porque hay muchos días que nos pesan los huesos, se nos resisten los músculos y se nos aletargan los sentidos cadavez que las rutinas diarias nos reclaman con su implacable sentido de la disciplina.
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Desde muy niños, ya se nos programa para que nos amoldemos a esas rutinas y a esos dolores que, de tan cotidianos, llegamos a normalizar.
Aunque pueda parecer paradójico, el dolor cumple una función biológica y adaptativa, al enseñarnos a identificar aquellos elementos o situaciones que pueden resultar peligrosos para nuestra salud o nuestra integridad. Funciona como una especie de señal de alarma que nos avisa cuando nuestro organismo sufre algún tipo de alteración o enfermedad.
Cada persona experimenta el dolor en un grado distinto, pudiéndonos encontrar desde individuos incapaces de tolerar dolores leves a otros individuos que aseguren que nunca sufren dolor. En estos raros casos hablamos de analgesia congénita. La incapacidad de estas personas para experimentar dolor les impide aprender a discriminar qué cosas pueden hacer y qué cosas deberían evitar para no sufrir graves accidentes. Porque estas personas pueden no darse cuenta de que se están quemando cuando manipulan utensilios o substancias demasiado calientes en la cocina o no advertir que les ha picado un insecto a cuyo veneno puedan ser alérgicos o no ser conscientes de estar sufriendo algún tipo de disfunción orgánica que, finalmente, sólo les haga acudir al médico cuando el problema ya se haya agravado demasiado.
El dolor es un síntoma de que algo no va bien en nuestro organismo. Si no lo sentimos nos exponemos a que aquello que no va bien pueda empeorar bastante nuestra situación.
Hay dos tipos de dolor físico: el agudo, que es el que aparece repentinamente y remite cuando se le pone un tratamiento o se resuelve el problema que lo ha causado, y el crónico, que es aquel dolor que no remite con calmantes y que se prolonga en el tiempo más allá de los seis meses de evolución. El dolor crónico es el que se manifiesta en las denominadas enfermedades tratables, pero no curables. Entre ellas encontraríamos la artritis reumatoide, la fibromialgia, la lumbalgia crónica o el denominado dolor del miembro fantasma, en que una persona sigue sintiendo dolor en un brazo o una pierna que ya no tienen.
Aun tratándose de dolores crónicos, no todas las personas los experimentarán ni los afrontarán de la misma forma, dependiendo en este caso de su actitud ante la vida y de su grado de perseverancia. Habrá personas que, ante la incapacidad que ese dolor les provoca, permanecerán mucho tiempo de baja médica y limitarán su actividad física a lo mínimo imprescindible, mientras que otras optarán por continuar trabajando y buscar alternativas que les ayuden a paliar ese dolor como la asistencia a clases de yoga, hacer natación, procurar tomar más el sol, caminar cada día, mejorar su alimentación o complementarla con vitaminas o minerales que les puedan ayudar a sentirse algo más fuertes.
Las llamadas “conductas del dolor”, que incluirían las quejas, los gestos, las posturas, la petición de calmantes, la evitación de esfuerzos y el absentismo laboral, entre otras, son muy susceptibles de ser reforzadas por las personas que comparten el día a día de la persona que las manifiesta. La disminución de actividad física, social y laboral, constituye uno de los principales factores en la cronificación de los problemas de dolor. Pues, cuanto más limitemos nuestros movimientos, más nos va a doler después cada paso que intentemos dar.
En 1980, Bonica, uno de los investigadores más relevantes en el campo de estudio del dolor, señalaba cómo el hombre prehistórico no tenía ninguna dificultad a la hora de entender el dolor producido por daño físico, pero, en cambio, no entendía el dolor producido por una enfermedad. Es por ello que, de forma consistente a lo largo de distintas culturas, la humanidad atribuyó el origen de la enfermedad a los dioses o los espíritus.
Durante siglos, los grandes pensadores griegos se debatieron entre considerar el dolor como una sensación o como una emoción, atribuyéndoles su responsabilidad al cerebro o al corazón, en función de cuál fuese el caso. Pese a los grandes avances en el conocimiento del sistema nervioso que fueron produciéndose durante los siguientes siglos, esta vieja polémica subsistió hasta que Descartes (1596-1650), con su concepción mecanicista del cuerpo humano, consiguió aunar la opinión científica durante varios siglos. Esta concepción mecanicista del dolor, en la que sólo se tiene en cuenta el organismo físico, quedando olvidados los aspectos psicosociales, prevaleció durante largo tiempo y, en cierta medida, puede ser considerada precursora de la denominada Teoría de la Especificidad o Teoría Sensorial. Esta teoría, fruto de la doctrina de las energías específicas de Müller (1842), postula que el dolor es el producto final de la transmisión lineal del estímulo nociceptivo.
Con el paso del tiempo, numerosos investigadores se encargaron de ir modificando dicha teoría, aunque sus postulados básicos se han mantenido, siendo la que más influencia ha tenido en la evaluación y el tratamiento del dolor.
El Modelo Biomédico Tradicional, bajo el que se han realizado y se continúan realizando la mayoría de las intervenciones en dolor, está basado en una relación lineal simple entre el síntoma (dolor) y la causa subyacente (lesión).
Pero este modelo no siempre resulta adecuado para explicar el dolor persistente, lo que ha dado paso a una serie de Modelos Integradores, de los que el pionero fue el de la Teoría de la Puerta, formulado por Melzack y Wall en 1965. Este modelo utiliza la analogía de una puerta situada a nivel del asta dorsal de la médula. Al abrirse esta puerta dejaría pasar la aferencia nociceptiva (el dolor) hacia los centros superiores (formación reticular, sistema límbico, tálamo y cortex), mientras que al cerrarse impediría su paso, modulando de este modo la percepción del dolor. Este modelo contempla, a su vez, una vía inhibitoria descendente que, procediendo de los centros superiores, se integraría a nivel medular completando así el flujo de la información nociceptiva y sus vías de modulación.
Una de las consecuencias más relevantes que conllevó la aceptación de la Teoría de la Puerta en todos los ámbitos científicos fue la definitiva integración de los aspectos psicológicos dentro de la experiencia del dolor. A partir de la propuesta del Melzack y Wall, el dolor deja de ser concebido como una simple sensación para ser considerado como una experiencia perceptiva compleja y multidimensional, en la que se integran aspectos periféricos (sensoriales) con los centrales (cognitivos y afectivos).
El dolor que percibimos es el resultado de las interacciones entre los estímulos que nos llegan a través de los sentidos, su modulación a cargo de los factores emocionales y la forma cómo lo procesamos a nivel cognitivo.
Nuestro organismo dispone de substancias que pueden ayudarnos a paliar en un primer momento ese dolor que percibimos. Se trata de nuestros opiáceos endógenos (las encefalinas y las endorfinas) y de algunas monoaminas como la seratonina, que serían responsables de la modulación del dolor. Pero nuestras emociones, a veces, se lo pueden llegar a poner muy difícil a estas substancias.
El dolor no podemos evitarlo, pero sí podemos decidir cómo afrontarlo y hasta dónde le vamos a permitir que decida por nosotros. Evitar aquellas situaciones que pensamos que nos van a provocar más dolor y abandonarnos a la queja no nos va ayudar a sentirnos mejor. Más bien va a tener el efecto contrario: nos va a hacer sentir menos válidos y mucho más dependientes de los demás.
Los fármacos pueden ayudar a adormecer ese dolor, pero no son la panacea y nuestro organismo, una vez que se habitúa a ellos, cada vez va a ir necesitando de dosis mayores para conseguir el mismo o incluso menor efecto. De ahí que cobren tanta importancia otro tipo de tratamientos que nada tienen que ver con la farmacología. Entre ellos podemos destacar:Las técnicas de regulación fisiológica (el entrenamiento en biofeedback, la relajación progresiva, la relajación diafragmática y el entrenamiento autógeno).
El tratamiento de los aspectos conductuales (la programación de actividades, el reforzamiento social, la reorganización de las contingencias de medicación y las estrategias de autocontrol).
El tratamiento de los aspectos emocionales (el tratamiento de una alteración emocional que cursa con ansiedad o depresión suele influir favorablemente en la evolución del dolor y viceversa).
Las técnicas cognitivas(la inoculación del estrés, las técnicas de afrontamiento y habilidades, la identificación de los patrones automáticos desadaptativos, las técnicas de solución de problemas, etc).
Cuando nos sentimos inundados por el dolor se nos hace muy cuesta arriba tener que levantarnos de la cama y dirigir nuestros pasos hacia las rutinas que nos esperan todos los días. Muchas personas lo consiguen a base de fármacos, sintiéndose dopadas todo el día. Otras se resisten a depender de ellos y se mentalizan de que no les queda otra opción que adaptarse a ese dolor y aprender a convivir con él en estrecha armonía. Y siempre habrá otras personas que decidan rendirse antes de tiempo, diciéndose a sí mismas que ya no pueden más. Desgraciadamente, estas personas que dejan de perseverar se convierten en eternas enfermas que dejan de sentirse ellas mismas para ser ellas y su dolor, permitiendo que éste se convierta en el centro de su mundo.
La vida es dolor, pero no podemos olvidar que también es muchas más cosas. Los avances en psicología y en biomedicina deberían servirnos para aprender a reeducar nuestro dolor. Igual que somos capaces de modificar o abandonar hábitos que nos resultan perjudiciales como el abuso del tabaco, del alcohol, de la comida basura, del sedentarismo, del móvil o del juego, podemos aprender a mantener a raya el dolor, a no permitir que nos recorte las alas y nos desdibuje los sueños, a no renunciar a la vida que queremos vivir, a no perder la confianza en nosotros mismos ni en nuestras fuerzas para emprender los viajes que nos dé la gana por los mundos quesintamos que necesitamos explorar.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
Bibliografía consultada: Manual de Terapia de Conducta- Volumen II- Miguel A. Vallejo Pareja- Editorial Dykinson- Psicología.1998