Revista Regiones del Mundo

Domingos

Por Lachicamiscelanea

“Los domingos son increíbles“. Ese fue su primer mensaje.

Un año y medio después me despierto y es domingo.

Mi ventana da al Este. Anoche me olvidé de cerrar la persiana, lo que significa que el sol me dio en la cara toda la mañana, pero esto no impide que recién resucite a las 2 de la tarde.

La ciudad se despierta conmigo, con fiaca, de a poco. La calle vacía, el mercado cerrado. La gente que se traslada a ver a sus familias o que se escapa de la ciudad. En algunas cuantas casas de Dios hay gente que sale de cantar alabanzas y pedir perdón. Veo desde la ventana cómo mis vecinos se preparan en la terraza para el asado. Yo me tapo hasta la cabeza y pienso que me gustaría que alguien me alcance un mate y unas facturas. Que me gustaría que estés acá porque ahora que ya no es verano podríamos quedarnos abrazados.

Los chicos del departamento de arriba corren, saltan, gritan. Los domingos con sol hacen que las casas queden chicas, las paredes asfixiantes. Uno siente que si no sale afuera en ese mismo instante se va a perder de algo. Que la vida está hecha de domingos como este.

Yo me estiro de a poco. El cuerpo me cobra el haber salido dos días seguidos. Abro y cierro los ojos tratando de enfocar. Puedo ver flotar las pelusas en el aire y casi siento que floto yo también. Asomo la cabeza tanteando el ambiente, pero lo pienso dos veces porque la cama está calentita.

Y me acuerdo de que antes de ese mítico mensaje yo pensaba, sentía, como todos los que estamos solos, que los domingos eran la muerte. Que Nueva Córdoba nos recordaba con su tranquilidad lo lejos que estábamos de casa, que la resaca no iba a ser curada con ningún almuerzo familiar. Que lo máximo que podíamos aspirar para un domingo eran unos mates en el Buen Pastor al lado de un pibe que aúlla con la guitarrita.

Pero ahora, después de vos y ya sin vos, miro los domingos con otros ojos. El sol que sale por detrás de los edificios y se cuela por la ventana, el peso del acolchado, la calma de un barrio que nunca para. Los vecinos, las plantas del balcón y la bolsa que vuela en el aire.

Mando mensajes a ver si alguien quiere salir a hacer algo por la vida, y si todos me dicen que no me voy sola hasta la costanera. Tiro piedras en el agua, camino, me siento y miro a los nenes que corren con los perros de la calle. De vuelta a casa paso por la panadería que me tienta con el olor.

Estoy lejos de la ciudad y de la persona que me enseñaron todo esto. Ya no tengo el lago, ni el río, ni el cinturón verde. No tengo la música en vivo, ni las ferias de fin de mes ni los murciélagos que viven abajo del puente. Ya no tengo ese “buen día” con acento ni el desayuno demasiado pesado para una argentina. Pero ya no me hacen falta.

Un año y medio después los domingos siguen siendo increíbles.

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