Francisco García Naveiro nace en 1865 con la cruz del gólgota: será labriego.
Así lo decide en Galicia un matrimonio de campesinos para quienes el abundante vino de ocasión y las viejas gaitas descolgadas inician las ferias de trigales.
Sin embargo, su destino no será el previsto por sus padres. A los ocho años, el mocoso, enfangado de tierra parida y rabiosa, oye noticias sobre un continente de ensueño donde el oro abunda y las mujeres son de una belleza insolente. Solicita permiso a fin de " irse a las Américas " y tras seis inviernos de negativas se aleja de la aldea con poquísimo dinero, unos zapatos rotos por la esperanza y la tirria del vecindario.
En el Alerta del 4 de octubre el 1949 Guillermo Villarronda cuenta que el barco donde viaja el rapaz está lleno de "sabichosos": las leyendas de países lejanos y exóticos se atragantan y los inmigrantes cabalgan en sus mentes en busca del Santo Grial. Entonces, alguien le sugiere: "Vete a Cuba, allí te harás hombre. Aunque, si llegas a la Isla te quedas...".
El vástago de los García-Naveiro arriba a La Habana en febrero de 1881 y, roído por los males del estómago y el mareo, toca la puerta de la lechería La Isla, la cual vegeta, junto a una apestosa caballeriza, en los bajos del palacio de doña Ventura Lautener, viuda de Suazo, un edificio enclavado en la esquina de Galiano y San Rafael. Manuel Suárez, patrón del lugar y músico del ejército español, le da trabajo y el galleguito comienza a hacer de las suyas: se pega al mostrador durante dieciocho horas diarias y sus batidos, con sabores serafínicos, se vuelven populares en toda la barriada.
La propia Lautener le da muestras de una bien justificada simpatía: si la hidalga ordena hielo o un refresco especial, allá va Pancho; si se necesita hacer un mandado, él no se niega por nada; si hay que pasearla por algún parque es el primero en proponerse.
"Un día -amplía Villarronda- vencido el contrato con Suárez, la viuda de Suazo llamó al jovenzuelo y le preguntó si quería quedarse con "el puesto". Con sus ahorrillos, ¿podría aceptar tan tentadora proposición? Le agradece la gentileza a la dama, pero ¿con qué contaba para comprarle a su patrón la lechería? La señora sugirió una solución que complació a Suárez: Pancho le daría algún dinero y el resto de la compra la pagaría a plazos. La Isla empezó a ser suya".
Pronto, tal vez demasiado pronto, Pancho se libra de la deuda y empieza a convertirse en don Pancho: su chinchal, ordinario y de mala muerte, se transforma en un concurrido y moderno café, donde los parroquianos encuentran refrescos y numerosos cócteles, algunos de los cuales se hacen célebres como La Sevillana y La Marsellesa. No sorprende, en consecuencia, que el Mayor General Antonio Maceo se haya tomado en el establecimiento un agua con panales, cuando visita la capital en 1890, siguiendo el ejemplo del patriota Manuel Sanguily y de los muchachos de la acera del Louvre que hacen sus travesuras en las puertas de este bar y del vecino hotel Inglaterra.
En los umbrales del siglo XX, La Isla, tan visitada como las tiendas El Encanto o La Casa Grande, de la populosa Galiano, dueñas de las clientelas más abundantes y selectas en La Habana, se llena de mesitas de dominó, repletas también, a ratos, de helados y lunchs sabrosísimos. Allí también prospera la vidriera de dulces de Florentino, y otra de tabacos, llena de turistas y olfateadores.
En realidad, el negocio, que da paso en los años cincuenta a la actual tienda Flogar, no deja de crecer: hacia la trasera calle Rayo, a partir de la cantina, hacia arriba como casa de huéspedes. Curiosamente, don Pancho excusa este ensanche como si cometiese una mala acción. Nunca se ufana de tener dinero; nunca humilla al prójimo apoyado en sus riquezas. Se envalentona, sí, contra quienes se oponen a que su propiedad sea la primera en la capital en disponer de luz eléctrica y de una fuente de soda. En su vida laboriosa, larga y monótona solo tiene una pasión: el Centro Gallego: allí, en pláticas ardorosas, puede soñar con las aventuras que nunca tiene... allí puede rememorar a sus ancestros.
A quien Dios no le da hijos, el Diablo le da sobrinos, reza un refrán popular y, que conste, los suyos son numerosos. Llegan de su tierra a tropel y empiezan a despachar en las dos o tres filas de mesas colocadas entre las dos columnas de la entrada y van ascendiendo en la medida que se adiestraban en el servicio. Cuando pasan al restaurante, separado del café por una frontera de arecas, ya son jefes y socios.
Generoso y modesto hasta la exageración, se toma dos vacaciones en su vida: todavía joven y rico se embarca rumbo a la península para conquistar la aldea de la memoria, donde abraza a los suyos y huye al poco tiempo: la pretérita iglesia parroquial no puede sustituir los latigazos de luz de la farola del Morro. Años más tarde, viaja a Londres dispuesto a aprender inglés; desea entender mejor a sus clientes. No obstante, sus amigos de esos tiempos lo ven regresar, al cabo de los meses, enfundado en su traje negro, con unos curvos bigotes muy canos y una mirada triste e intraducible. ¡Aquello no es lo suyo y extrañó casi todo!
Presume de dos cosas: no vende ni hipoteca sus bienes, nunca se ha sentido extranjero en su café La Isla, el más famoso de la capital. Es sabido que durante la Guerra de 1895 que libran los cubanos contra España los simpatizantes de los soldados libertadores se detienen en la acera de Galiano, frontera de su inmueble, para manifestarse a favor de la redención nacional con la complicidad del hijo de Galicia. Además, cuando pasa el Generalísimo Máximo Gómez por este sitio, tras la derrota de los colonialistas ibéricos, los lugareños no paran de gritar: ¡Viva Cuba!, ¡Viva don Pancho! Sobre su muerte, ocurrida en 1950, apunta Ramón Vasconcelos en el Alerta del 29 de junio de este mismo año:
"Gallego hasta la médula, no le quitaron el acento los años de aclimatación en el país. Amaba los niños, apenas los veía, mandaba a sacar unas sillitas. Era La Isla el único establecimiento de su tipo que las tenía. Él se preocupaba por rodearlos de atenciones.
"¿Por qué no se casa usted?, le pregunté en cierta ocasión. "Imposible, amigo mío. Siempre creí que no debía casarse nadie que no ganara lo suficiente para mantener una familia. En lograrlo eché toda mi juventud. Y ahora, cuando puedo sostenerla con desahogo y hasta con lujos, me falta la juventud. Si encontrara una mujer que me quisiera de veras, no lo creería; creería que me ama por mi dinero. Eso me haría desconfiado y nada feliz".
"Lo decía con los ojos nublados. La confidencia me conmovió, mientras lo veía circular entre las mesas, reconociendo con esfuerzo a los clientes. Al fallecer Don Pancho, el de La Isla, se llevó el mejor medio siglo de La Habana".
Orlando Carrió