Revista Psicología

“¿Dónde está tu hermano?”

Por Rms @roxymusic8
(Image source: Fernando Redondo y Pedro Suárez)

(Image source: Fernando Redondo y Pedro Suárez)

Quizás parece una pregunta obvia y fácil de responder. Quizás nunca te la has preguntado o nadie te ha interpelado con ella. Quizás lo hiciste una vez y la olvidaste. Quizás ni te incumbe ni te interesa. ¡Hay tantos quizás! Quizás se ha estado tan pendiente de uno mismo que no ha habido tiempo ni lugar para esa pregunta. Y de pronto aparece ¡y de qué manera! Voy a poner palabras a una experiencia teórica, por el momento, aunque la haya vivido en cierta medida.

Y esas palabras van a tener tres caminos que seguir, es decir, tres perspectivas desde donde tratar todo lo percibido durante un encuentro con personas extraordinarias. Porque hay mucho detrás de la misión, detrás de un estilo de vida, detrás de una vocación. Además, se ha hablado tanto, para bien como para mal, sobre este mundo de las misiones que es necesario hacerlo desde dentro para fuera.

“¿Dónde está tu hermano?” fue el lema del XII Encuentro Misionero de Jóvenes celebrado el pasado fin de semana en Madrid (leer artículo). Fui. No estaba previsto. Son de esas cosas que Dios te va poniendo en el camino y te guía hacia ellas. Aunque no voy a negar que a mediados de octubre sentí la llamada a la misión. Fue, por tanto, mi primera toma de contacto y una experiencia directa con el mundo de los misioneros.

Ser misionero no es ser turista. Ir de misión no es hacer turismo. Un misionero es un enviado en medio del mundo, en medio de la sociedad, en medio de los excluidos, en medio de las personas de las que la sociedad aparta la mirada. Un misionero es un enviado a quedarse entre sus hermanos, entre aquellos que se encuentra en su caminar. Allí permanece y allí se relaciona y vive. Entre sus hermanos que no se distinguen por su raza, religión, educación ni sexo: cada uno de ellos es su preocupación, su conexión con Dios, el sentido de su vivir en el mundo. Ir de misión no es ir a explorar tierras, ni sacar unas instantáneas, tomar notas o recorrer un país de norte a sur, de este a oeste. Para eso se hace turismo. Ir de misión es coger de la mano a las personas de esas tierras y caminar juntos descubriendo nuevos horizontes.

Es guardar en el corazón cada uno de los momentos vividos, las conversaciones, los problemas ocurridos, las alegrías y los instantes de miedo e inseguridad que han hecho madurar tu vida social y espiritual, y enfocado tu verdadera realidad. Es observar con detenimiento una realidad nueva, comprendiéndola y ser partícipe de ella tomando notas prácticas actuando, involucrándose, y viviendo como uno de ellos sin hacer sentir ni más ni menos a nadie. Ir de misión es acudir donde está el hermano sufriendo, perseguido, excluido y olvidado; aquí o allí, cerca o lejos, y recorrer así tierras de norte a sur, de este a oeste sin importar el número de kilómetros realizados, los países visitados, los monumentos vistos ni las fotografías tomadas.

Cuando se va de turismo todo el mundo puede tener la sensación de haber estado viviendo como un ciudadano más, al menos por un tiempo, en la ciudad visitada y sentir el hotel como la propia casa. La rutina vivida durante ese tiempo crea un espejismo interno haciendo dudar al turista de su propia realidad, poseyéndolo de tal manera que provoque que piense haber vivido de verdad en todos esos países maravillosos. Aunque parezca que se haya experimentado mucho, no se ha vivido nada. El número de kilómetros y de tierras conquistadas a lo largo de la vida no hablan de los minutos vividos realmente. Porque de eso se trata, de vivir. Y un turista no vive. ¿Qué es vivir? Vivir es darse.

El misionero vive porque se da. No pasa por esas tierras, se queda. El turista tiene billete de vuelta, el misionero Dios dirá. El presente lo tiene delante, también su futuro: ellos, los excluidos. Cada uno con rostro y nombre. Las rutas turísticas no se adentran en la miseria, tampoco en aquellos lugares y zonas peligrosas, ni mucho menos entre personas con enfermedades (y menos aún, contagiosas).  El misionero se adentra donde lo hace su hermano porque quiere acompañarle y porque esa es su realidad, su día a día. Imaginarse otra forma de vivir allí es, de momento, difícil e imposible. Puede cambiar levemente pero no radicalmente. Un misionero es enviado a estar y, en ese estar, amar. Los misioneros llevan la caridad a las personas que su propia sociedad y el resto de países le niegan. Y esa caridad no es cualquiera, es la de Dios. Cada misionero es un enviado de Dios. Un turista es un hijo de Dios pero no un enviado, de ahí la importancia de la vocación.

Es muy bonito hacer turismo, conocer la historia, adentrarse en ciudades con valor artístico, cultural e histórico y relacionarse con personas de todos los continentes, pero todo eso queda en la superficie, queda en un cajón dentro de la persona transformándole un instante, dándole una lejana idea de cómo es realmente el mundo y las personas que en él habitan por lo instantáneo que es todo. La vida misionera, es decir, vivir, quedarse y darse es lo que da valor a una vida sea aquí o allí. Ser misionero por amor al hermano no entiende de límites, ni de éxitos y récords turísticos. Ser misionero no está reñido con vivir en medio del mundo ni realizar un trabajo manual o intelectual. Ser misionero es amar a tu hermano allí donde esté, allí donde estés.


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