Revista Cine

Donde hay pelo hay alegría: El lobo humano (Werewolf of London, Stuart Walker, 1935)

Publicado el 02 septiembre 2019 por 39escalones

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En la década de los treinta del pasado siglo, los estudios Universal dieron inesperadamente con la clave de un éxito a priori insólito. El estado de psicosis social y la incertidumbre colectiva derivados del crack bursátil de 1929 predispusieron al público norteamericano, que sufría en sus carnes el desempleo y la precariedad, a ver reflejados en la pantalla el terror de su día a día bajo la forma de los miedos más clásicos, de la irracionalidad, la fantasía y los monstruos de los horrores infantiles, del temor más básico, a lo desconocido, a lo inexplicable. Asistiendo al espectáculo distante y aséptico del terror vivido por otros, empatizando con unos personajes al borde de la muerte y la destrucción provocadas por monstruosas y demoníacas fuerzas sobrenaturales, conjuraban de algún modo sus miserias diarias y separaban el auténtico terror de las tribulaciones más mundanas de la realidad cotidiana. La observación de unos personajes acosados por vampiros o por seres vueltos a la vida después de la muerte hacían de la lucha por la vida, de la búsqueda de empleo, de manutención o de cuartos con los que salir adelante un empeño mucho más terrenal y vencible. A partir de la tremenda repercusión de Drácula (Dracula, Tod Browning, 1931) o El doctor Frankenstein (Frankenstein, James Whale, 1931), o de la producción de Paramount El hombre y el monstruo (Dr. Jekyll and Mr. Hyde, Rouben Mamoulian, 1931), los estudios Universal crearon su célebre unidad específica dedicada a la producción de películas de terror, casi siempre dentro de unos parámetros comunes: presupuestos muy limitados, metrajes muy concentrado (en torno a setenta minutos de duración), tramas en las que el terror irrumpe para perturbar una incipiente y romántica relación de pareja y una puesta en escena que, con particular predilección por la época victoriana, combina elementos germánicos, aires orientalizantes (exóticos, tanto del Este de Europa como del Próximo y Extremo Oriente) y el gusto por el arte futurista en la construcción de decorados para la puesta en escena (laboratorios, criptas y sótanos repletos de utillaje, frascos, probetas, líquidos humeantes no identificados, maquinarias, engranajes, generadores, extravagantes invenciones tecnológicas…).

El lobo humano cumple cada uno de estos extremos en su presentación convencional de la manida leyenda del hombre lobo: Wilfred Glendon (Henry Hull), reconocido doctor en botánica, viaja al Tíbet con el fin de localizar e importar a Inglaterra una extraña flor que nace, crece y vive bajo el influjo de la Luna. En la culminación de su accidentada y peligrosa peripecia, no obstante, le aguarda un colofón terrible: en el momento de recolectar su preciada flor exótica, es atacado y mordido por una extraña criatura, un lobo con forma humana, de la que, sin embargo, logra escapar para retornar al hogar. De vuelta a Londres, empero, recibe la visita de un misterioso individuo, el doctor Yogami (Warner Oland), que, extrañamente conocedor del terrible episodio vivido por Glendon en el Tíbet, le informa del extraordinario maleficio que le amenaza: de no ser capaz de criar y reproducir con éxito esas flores en su invernadero londinense, único antídoto contra la maldición, su destino es el que convertirse cada noche de luna llena en hombre lobo y matar al menos a un ser humano cada una de esas noches; no termina ahí la advertencia: le informa de que serán dos, y no uno, los hombres lobo que acechen las calles de Londres… Las burlas iniciales ante las que que toma por advertencias de un loco va mutando en un escepticismo nervioso hasta que los hechos confirman sus temores más pesimistas. La tensión y la preocupación derivadas de la necesidad de ponerse a salvo, tanto a él como a sus seres queridos, más que presumibles víctimas, por mera proximidad, de sus brotes asesinos, terminan por afectar a su vida social, convirtiéndolo en un misántropo, un ser huraño y arisco, y, por supuesto, a su romántico matrimonio con la dulce Lisa (Valerie Hobson), que parece estrechar cada vez más su renacida amistad de infancia con su eterno enamorado Paul (Lester Matthews).

El tenebroso Londres recreado a imagen y semejanza del terrorífico distrito victoriano de Whitechapel, cuna de los crímenes de Jack el Destripador (callejones, calles empedradas, nieblas omnipresentes), es el escenario por el que transitan los licántropos, con esporádicas e inquietantes visitas al zoo (reseñable es la escena en la que el lobo humano deambula por su interior) que avanzan las famosas secuencias de terror animal de La mujer pantera (Cat People, Jacques Tourneur, 1942) y puntuales toques de humor al más puro estilo británico, producto de las reacciones ante lo impensable de ciertos personajes secundarios (en particular, las dos alcahuetas que se dedican a alquilar habitaciones). Meritorias son, asimismo, producto de la necesidad hecha virtud, los momentos de transformación, en los que se aprovechan los elementos de iluminación y decoración (columnas, puertas, sombras…) para insertar los cortes que permiten mostrar la evolución del cambio de hombre a lobo, compensando las limitaciones tecnológicas con el uso creativo de la puesta en escena, por más que la caracterización de Hull como hombre lobo resulte más humana que lobuna, según parece, por el empeño del actor en que un excesivo maquillaje, al estilo Lugosi o Karloff, impidiera su reconocimiento por el público. La persecución policial de los crímenes es el punto flaco del argumento (se asume de manera bastante abrupta y débil la posibilidad de la existencia de hombres lobo y la atribución a estos de los brutales asesinatos producidos, con una simple apelación a una remota leyenda evocada por un personaje, Paul, que se pasea alegremente por la sede de la policía sobre la base de una mera relación de parentesco con uno de sus responsables), pero el triángulo amoroso evoca de manera clásica la tradicional dicotomía victoriana, igualmente presente en otros títulos clásicos de la literatura y el cine de terror situados en esa época, relacionada con la actitud ante la vida y, en particular, respecto al sexo, la sempiterna ambigüedad entre la respetable vida pública y los, tal vez, sonrojantes secretos privados, además de que, en su prólogo tibetano, la película refleja adecuadamente esa etapa de esplendor que los viajes de descubrimiento, exploración y, por descontado, colonización británica del Globo, gozaron durante el periodo.

La conclusión, pesimista pero liberadora, se ajusta igualmente al relato clásico, pero el conjunto, gracias al imaginativo uso de la puesta en escena, a la concisión narrativa, a la eficacia de las interpretaciones (más flojos Hobson y Matthews, en sus personajes acartonados; bien Hull y Oland, un habitual del género; excelentes algunos secundarios…) y al ritmo imprimido por el director, que logra hacer fluir el relato por sus lugares conocidos, con algún interesante añadido, de manera muy fluida y, por momentos, elegante, sin caer en la tentación del sensacionalismo tremendista y con unos cuantos hallazgos interesantes (el periódico conteo de las flores que sobreviven y el manejo del suspense a él inherente: una vez desaparecido el antídoto, por falta de materia prima, es imposible contener la maldición y, por tanto, los crímenes), proporciona un disfrute mucho mayor del que inicialmente promete la brevedad de la pieza. No es de los más grandes títulos del periodo de terror de la Universal, pero sí es uno de los más importantes del subgénero de hombres lobo, el que sienta las bases de su narrativa, y por tanto una cita ineludible para los amantes del terror y de todo espectador curioso y respetuoso con los géneros.

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