Me acabo de enterar. No tenía ni idea. Y eso que me queda al lado de casa.
Hotel Intercontinental. Un clásico de la ciudad. Abierto en el año 1968. Construido en el antiguo parque temático de la Embajada de Estados Unidos. Con una superficie de más de tres mil metros cuadrados. Doscientas treinta camas, un restaurante de comida internacional y jardín con piscina. Lo acaban de cerrar.
No me extraña. Casi cincuenta años después de la gran inauguración todo seguía exactamente igual.
El vestíbulo desprendía un olor a naftalina que echaba para atrás. Decorado con los muebles de la abuela, las lámparas de la bisabuela y la moqueta del pleistoceno. Entrar allí era como hacerlo en el túnel del tiempo. Aún y así, guardo buenos recuerdos.
Durante el mes de Ramadán los bares y cafés de la ciudad están cerrados. No abren hasta que se rompe el ayuno, sobre las siete de la tarde. Son muy pocos los restaurantes dónde puedes ir a comer. Y sólo en los hoteles es posible tomarse algo.
El Intercontinental era mi preferido. Muchos días -sino todos- de este mes santo -para mí, interminable- voy allí a tomar mi café matutino. Es malo y caro. Aguachirri a precio de oro. Pero voy. Me siento en la terraza y desayuno sin tener que preocuparme de las miradas desaprobadoras de la gente. Básicamente porque nunca hay nadie. Es perfecto.
Cuando llega el buen tiempo tengo otro motivo para ir. La piscina. Parece una nimiedad pero en Tánger no hay piscinas públicas. Hay un parque acuático pero está a las afueras de la ciudad. Además es carísimo. A mí me encanta la playa pero los niños se pirran por el cloro.
Me gusta ir al Intercontinental. Por un precio razonable puedes disfrutar de sus instalaciones. Césped. Árboles. Flores. Todo cuidadísimo. Y lo mejor, sin tener que aguantar a nadie. No hay gritos estridentes. Conversaciones telefónicas a todo volumen. Chapuzones escandalosos. O los típicos planchazos de vergüenza ajena.
Muchas mañanas cuando el Kalvo sale a trabajar, yo preparo las toallas, manguitos, galletas, pañales y me planto en la recepción. Con mis bártulos embutidos en una sola bolsa, que parece fácil pero no lo es.
Un día me encontré con una chica catalana. La acompañaba un grupo de chavales. Cuando le pregunté qué hacían, me respondió que estaba dando un cursillo de natación.
-He llegado a un acuerdo con la dirección y me dejan usar la piscina dos días a la semana por un precio bastante ajustado -me dijo.
-Que buena idea, el año que viene apunto al mío que ya va siendo hora de que aprenda.
En Tánger es difícil encontrar actividades extraescolares para los enanos. Las madres van como poseas buscando algo que pueda entretenerlos.
Yo intenté en dos ocasiones apuntarlo a clases de natación. Fue un fracaso total.
Primero, en la escuela americana. Me dicen que dan cursillos para niños. Para allá que me voy. Pido información. Me la dan. Precios. Porque no saben los horarios. Quedan en llamarme cuando los tengan listos. Me paso por el centro un par de veces. A preguntar. Llamo otras tantas. Nunca tengo suerte. O el chico no está o no sabe nada.
Segundo intento. Hotel César. Tienen un simulacro de piscina. Popularmente conocida como charca. Pero para Terremoto creo que será más que suficiente. No es barato. Los horarios son malísimos. Del palo: Es invierno, tírate a la piscina a las dos de la tarde. Algunas madres apuntan a sus hijos. Yo llego tarde. Cuándo quiero hacerlo el curso ya es historia. Ha durado... un día.
Por eso, ahora que el Intercontinental cierra no puedo evitar sentirme un poco triste. Tendré que buscar otro puto sitio donde tomar café. Y tendré que buscar otra puta piscina donde remojar el culo cuando apriete el calor.
Me han dicho que lo han comprado. Estará cerrado al público unos dos años. El tiempo que tarden en reformarlo. Pero para entonces ves a saber dónde estamos nosotros.