Fue ese día y no otro.
Aquella tarde de mayo no dejé de apretar la bufanda entre mis dedos con insistencia, la escondía dentro de la cajonera; mi bufanda blanca con dos franjas moradas, el color de Castilla. La lana chirría de una forma táctil al apretarla y a muchos les produce dentera, también a mí, pero hay acciones inevitables.
Matemáticas: acabemos con esas fracciones de una vez, por favor; Naturales: los minutos se arrastran pegajosos como babosas por el reloj, ¿a quién le importa dónde vive el okapi? El esperado "recoged" explota en el aire, por fin; carreras, ¡un momento!, último cántico. Hace sol, no importa, llevo mi bufanda de lana en el cuello. De reojo, mientras formamos, descubro el Dodge azul aparcado en la puerta. Todos en orden en fila por cursos, Con flores a María que madre nuestra es... Sí, está arrancado, tenemos mucha prisa, no vamos aquí al lado. A nte tu altar María... Sí, ante tu altar te pido que hoy estemos inspirados, que no tengamos que lamentar el viaje, tú ya sabes. Ave María Purísima, ¡adiós!
La carretera se va llenando de coches a medida que nos acercamos; la radio ya calienta el partido y la entrada a Madrid se complica, y es que siempre se pone imposible a estas horas. Más y más coches, a lo lejos el Puente de Segovia, al fin. El viejo Dodge azul, como un tanque, se abre paso entre las tropas enemigas que ralentizan nuestro avance. "Nos ha pillado la salida de los trabajos", aclara mi padre.
¡Es Castellana, sí! Pitidos, gorras, trompetas, más bufandas, una bandera enorme que agita un hombre bajito. Las aceras repletas de devotos que caminan en una sola dirección evidenciando el origen de esa fuerza invisible que les atrae. Esas cosquillas en el estómago se agudizan ahora que estamos tan cerca, dentro del campo magnético. Bajo la ventanilla y saco medio cuerpo para empaparme de todo. Siento la fuerza, huele a fútbol.
Hay un sitio, coche encajado. Sorteamos gente que rebosa de los bares y bebe en la acera. Al fondo de la calle diviso ya el monstruo. Más a prisa, por favor.
Ahí está, un enorme dinosaurio que deja ver ya su áspera piel blanca de hormigón entre los edificios de viviendas. Puedo sentir ese rumor terrible y apocalíptico de los sacrificios de humanos que emana de sus entrañas. Vibración de templo al que, apresurados, los creyentes caminamos ocupando ya toda la calzada.
Ascensión sobre hormigón gris y ecos; ganamos altura para asomarnos a ese enorme vacío espacioso y profundo que flota ingrávido sobre el tapiz verde iluminado. Respiro hondo para contener ese Universo.
No hay más, ahí cabe toda la Creación. Tiempo detenido.
Bordes de albero, micrófonos blancos, roncos, que desparraman el himno a todo volumen; cuarto de circunferencia en las porterías, marcador electrónico; olor a puro, a pipas, reflejos de gafas de montura dorada, bigotes, jerséis con coderas, bocadillo de filete ruso y pantalones marrones con rodilleras; banderas, Mahou y carteles para las obras del mundial. Calientan, son ellos en chándal azul y línea blanca. Van alegres y risueñas porque hoy juega su Madrid.
Sorteo, pitido, bocinas y estruendo. Arde Madrid.
El marcador electrónico parece acelerar los minutos con sus puntos de luz, ahora todo lo contrario a la clase de naturales. ¡No puede ser!, setenta y cinco ya. Han puesto el autobús atrás y la grada aprieta. Otro gol, sólo otro gol para pasar. No le quito ojo, incluso sin balón; cada vez cae más a banda derecha para centrar a la olla, seguro. Intento bajar un par de escalones para acercarme un poco más; tiro de ese brazo que me sujeta en contra de las órdenes.
La grada vibra, grita, agarra, salta y las barandillas parecen ceder al empuje. Más abajo, por favor. ¡Córner!, último cartucho; avalancha, no aguanto el tirón y me suelto. Me llama a gritos pero no logro remontar esa marea en contra. Me dejo llevar y paro contra la valla, justo en la esquina. Minuto noventa, no cabe más partido, es la última.
Una alambrada enorme, alta, infranqueable. No voy a moverme de aquí, lo siguiente sería saltar al campo. Miro el marcador, noventa y uno. Miro al árbitro, aunque no quiero, consulta su reloj.
Se acerca, es él, va a sacar el córner y viene corriendo hacia mí; coloca el balón con la yema de los dedos dentro del cuarto de círculo de la esquina; el juez de línea, tieso como un palo, atento al saque. Baile en el área: agarrones, posiciones ganadas y perdidas, media vuelta, paso atrás, paso adelante, palo corto, palo largo, desmarque, amagos, dos con buen disparo se quedan al borde del área para el rechace; gritos de portero, desesperación y dos al palo corto.
Da unos pasos atrás, observa y levanta la mano derecha, indica "dos" con sus dedos justo antes de botar el saque de esquina. Pelo negro mojado de sudor, un poco de melena, figura de torero de plata. El siete a la espalda me hipnotiza, negro. Intento tocarlo.
Siete.
Pierna derecha, interior, toque sordo bota-balón; sale cerrándose, va tocada, enfila al área pequeña como un obús. Han dejado una grieta, vuelo, remate de cabeza. Gol.
Viene todo el equipo hacia él en estampida, se le van a tirar encima, incluso el portero. Antes de formarse la montonera se gira, me mira y levanta las manos. En la locura, de improviso, me abrazan por detrás y me levantan, me cuelgan en la valla para que lo vea bien y me aferro fuerte con manos y pies. Miro hacia abajo, es mi padre.
Agito mi bufanda y grito, el universo se ha llenado de gol.
Cuando despierto me envuelve el olor a calefacción y el rumor del diésel versión Barreiros. Carretera general, Hora Veinticinco, al fondo las luces del pueblo. Bajo la ventanilla y entra un olor a campo y a noche. Aprieto fuerte mi bufanda de lana blanca con dos franjas moradas entre mis manos, me da dentera, cierro los ojos.
Siento mi mano, la que estuvo a menos de una cuarta del siete negro cuando alargué el brazo a través de la valla. Me miró, me miró y levantó los brazos, es lo último que pienso ya en la cama.
No sé dónde vive el okapi, pero sí sé muy bien dónde vive el fútbol.
FútbolR.Madrid C.F.