Todos hemos tenido en nuestra infancia y primera juventud un ayer que quiso ser mañana, un pasado a medio camino entre el quiero y el no puedo. Una epopeya inconclusa. Un Ulises braceando por alcanzar una Ítaca que no llega. Pertenezco a una generación de héroes caídos. Miles de manzanas podridas se consumen alrededor. Un auténtico cementerio de elefantes. Entre todas esas historias, quizá fuera la de Marion Jones la que más pústulas en el alma levantara. Lo tuvo todo. Una juventud procaz, un carisma deslumbrante, un futuro dolorosamente prometedor, un paso firme y, en virtud y beneficio mediático, una belleza de insobornable sencillez. Todo un rosario de grandezas. Y así, como la paloma mensajera levanta primero el vuelo para después dirigirse a su destino, fue alzándose sobre sí misma hasta volar de hectómetro en hectómetro rumbo a la Gloria.
Con tan sólo quince años, mientras millones de jóvenes peleaban por competir en algún circuito nacional, obtuvo una marca que la situó entre las veinte más destacadas del mundo. Como murallas de Jericó cayendo al toque de las trompetas, Marion Jones veía cómo las paredes de acero del cronómetro iban sucumbiendo a su paso por arte de birlibirloque. Atenas, Sevilla, Sídney, Edmonton. Verla llorar de alegría subida al podio con su medalla al cuello mientras sonaba un imponente himno de los Estados Unidos que a todos nos hacía norteamericanos por unos segundos, sin duda helaba el aliento; pero más aún nos hacía caer de hinojos ante quien iba dibujando sobre el tartán la silueta de una Leyenda viva. Nadie en tantos años silenció de esa manera un estadio de cuarenta mil almas con su sola presencia. Nadie acaparó tantos flashes sobre los tacos de salida. Nadie congeló la sangre durante poco más de diez segundos como ella lo hizo. Y nadie cruzó la línea de meta con una sonrisa como la suya redimiendo de la derrota a sus adversarias. Una sonrisa que a partir de 2003 se convertiría en estertor de muerte.
Fue su entrenador Trevor Graham quien envió una jeringuilla con un esteroide hasta entonces desconocido a la Agencia Antidopaje de los Estados Unidos. Al tiempo se supo que se trataba de una droga de diseño bautizada como THG, sintetizada específicamente para no ser detectada en los controles antidopaje. Poco tiempo antes había caído su marido, el lanzador de peso C.J. Hunter, esa mole bóvida y chulesca que ninguna madre de bien querría para su vestal. Pero la Reina del Ébano empezó a levantar sospechas tras el escándalo de su esposo. Meses después se divorciaría para dar paso a una nueva relación con el velocista Tim Montgomery. Sin embargo, poco a poco se iban perfilando las sombras de un Averno que condenaría a Jones a sufrir su particular castigo de Sísifo. El escándalo de los laboratorios BALCO tomaba forma. Víctor Conte, el Sumo Hacedor de la trampa, declamó en un programa de televisión lo que ya era un secreto a voces: Marion Jones estaba en la lista negra de deportistas que habían consumido THG. De esta manera, la otrora Diosa de la velocidad cambiaba el salmón de las pistas por el gris del Dédalo de los correveidile. Un laberinto en el que los dardos furtivos le caían desde los cuatro puntos cardinales. Así las cosas, no tuvo más remedio que coger con sus manos la maza para destruir ella misma su propia efigie dorada. A finales de 2007 entonó públicamente el Mea Culpa. Las cinco medallas obtenidas en los Juegos Olímpicos de Sídney ya sólo las contemplaría en las instantáneas que colgaban de las paredes de su salón. Pero aún quedaba lo peor.
Al tiempo que moría el invierno del año 2007, se colaba por sus entrañas y su corazón la tristeza de un otoño más marengo que nunca. Fue condenada a seis meses de prisión y dos años en libertad condicional, cambiando las eternas horas de entrenamiento por 800 horas de servicio a la comunidad. «Les pido que tengan compasión como ser humano que soy», dijo entre lágrimas a las puertas de la Corte en un paroxismo de impotencia. De nada sirvió. Tomaba así santa sepultura una Leyenda.
A su alrededor, otros tantos gladiadores eran pasados por la horca: su marido Tim Montgomery, Antonio Pettigrew, Gatlin, Jerome Young y Alvin Harrison, todos ellos alumnos aventajados de Trevor Graham. Pero el mismo tsunami sacudía el equipo HSI liderado por John Smith, quien entrenara a glorias del nivel de Mo Greene y Ato Boldon. Mientras que algunas estrellas se retiraban a tiempo huyendo así de la peste, otros tantos quintacolumnistas del HSI como Torri Edwards, Larry Wade, Kelly White o Christie Gaines eran asaetados públicamente cumpliendo condena. Es, toda ella, la pavesa, los rescoldos aún humeantes de una generación perdida. Yo la vi crecer. Yo la vi morir. Con ella se iba el atletismo.
Pero no todo queda en California ni termina en las pistas de atletismo. La Historia del deporte rezuma casos idénticos en distinto espacio y tiempo. Linford Christie, Marco Pantani, Dwain Chambers, Martina Hingis, Ben Johnson, Johann Mühlegg, Paquillo, Alberto García y una ristra interminable de condenados que encuentra actualmente la anilla de metal en la figura de Lance Armstrong. Cualquiera podría decir con datos en la mano que, toda la élite olímpica, tarde o temprano, termina estando a la sombra de una más que justificada sospecha. El COI, algo así como la ONU del deporte y, por tanto, políticamente correcto hasta la saciedad, se lanza a la yugular del dopaje con la noble intención de barrer de la alfombra roja a todo aquel que tropiece con los cardos del dopaje. La principal razón que esgrimen es sus manidas letanías se halla en la base de los benjamines. Esas inocentes criaturas miméticas que siguen con fervor religioso y pasión de monaguillo a todos esos héroes que corren más rápido, saltan más alto o golpean más fuerte. Unas idolatrías que terminan desmoronándose como tótems devorados por las termitas. Así las cosas, el desencanto es la metafísica de quienes beben de la élite del deporte. Jóvenes y mayores.
Pero la hipocresía que empaña al COI y a todos los burócratas del deporte raya la vergüenza. La comodidad de esquivar el problema en lugar de agarrarlo por los cuernos. Lo primero que debe hacer el heroinómano que quiera abandonar su adicción es reconocer el problema. De igual deberían reconocer los organismos implicados el problema del dopaje no como algo aislado de unos pocos tramposos, sino como algo más homogéneo. Como quien ahuyenta tábanos, se sacuden los casos de dopaje que manchan la imagen del deporte de alta competición al arrimo de grandes mafias y deportistas que, aun conscientes de jugar al ratón y al gato, asumen dicho peligro a cambio de la Gloria. Es más, de salirles bien la jugada, muy probablemente vivan hasta el fin de sus días bañados en oropeles gracias a contratos con marcas deportivas, publicidad, programas de televisión, coloquios y todo un hontanar de recursos que pueden garantizar una vida de lo más fastuosa. ¿Quién no quiere morder semejante fruto prohibido? Y peor aún: ¿Anula el sacrificio y trabajo realizado desde niños por estos deportistas el mero hecho de ser descubiertos en un control antidopaje? ¿Es realmente una mentira hacia los demás o hacia ellos mismos al no poder hacer de cara al sol y con plenas garantías lo que desean? Distinta suerte corrieron los deportistas de la antigua Unión Soviética y Alemania Oriental. Alrededor de 10.000 deportistas fueron sometidos a un programa de dopaje institucionalizado mediante el cual eran obligados a doparse con esteroides en cantidades que triplicaron las de Ben Johnson. Caído el muro de Berlín, muchos de estos deportistas gozaron de una libertad que les era ajena por entonces para denunciar las prácticas llevadas a cabo por el Estado a fin de conseguir hacer sombra a los Estados Unidos en su lucha por demostrar la supuesta superioridad del modelo comunista. Muchos de esos deportistas llegaron a pedir que sus records mundiales fuesen anulados, como es el caso de Inés Geipel. Otras, como Heidi Krieger, pagaron un precio más alto. Hoy día se llama Andreas Kriegel debido a la cantidad de hormonas masculinas que le hicieron ingerir sin tener constancia de ello. Igual suerte corrió la Unión Soviética y posterior Rusia, quien desde entonces sigue despeñándose en cada una de las citas olímpicas en las que tiene presencia. Los rusos no saben lo que es liderar un medallero olímpico desde entonces. Es más, siguen perdiendo medallas Olimpiada tras Olimpiada, hasta el extremo de haber perdido nada más y nada menos que 20 medallas en Pekín respecto a la actuación de Atenas. Y con el dopaje en ciernes.
Un dopaje politizado y obligado el que sufrieron estos pobres corderos muesos al servicio del Gobierno que nada tiene que ver con el dopaje llevado a cabo por los atletas norteamericanos –por ejemplo– que actúan en base a su propia libertad individual. Un dopaje que, a fin de cuenta, existe sea cual sea su opción. Y, ante todo, un dopaje que está mucho más presente de lo que las cámaras terminan señalando. En este caso, el ladrón –o sea: el laboratorio– va un paso por delante de la policía –agencias antidopaje–. Muy posiblemente, los primeros pasen por la puerta de comisaría sin levantar la más mínima sospecha. Así las cosas, ¿cuál es la línea que separa el dopaje oscuro y ese otro dopaje que practican todos los deportistas a base de potenciadores de todo tipo que, a veces con el tiempo, terminan entrando en futuras listas de sustancias prohibidas? ¿Acaso no recurren todos los deportistas a ardites más o menos elaborados? ¿Anula eso el trabajo realizado a pie de pista hasta la extenuación? Todo deportista ingiere sustancias que mejoran su rendimiento y capacidad de asimilar el entrenamiento, sean sustancias químicas –legales o no– o esas otras mal llamadas naturales. ¿O es que no siguen idénticos procesos químicos las unas y las otras? ¿Todo lo químico es malo y todo lo natural es bueno? Como señalara Héctor Abad en un artículo de prensa titulado Legalizar el dopaje, tenemos el caso de los hematocritos. ¿Dónde queda la diferencia entre lo artificial y lo natural? «Es deseable que un atleta tenga un porcentaje alto de glóbulos rojos puesto que son éstos los que llevan el oxígeno de los pulmones a los músculos y el oxígeno es la gasolina del cuerpo. Al mismo tiempo, es también conveniente tener una sangre diluida para evitar trombosis. Hay una manera natural de aumentar el hematocrito: viviendo en alta montaña. Si uno se va a vivir seis meses por encima de los 3.000 metros, en un páramo de los Andes, acaba con un hematocrito de más del 50% cuando el normal a nivel del mar es del 40%. El mismo efecto que se obtiene viviendo a gran altitud se puede lograr inyectando una hormona, EPO. El método de la mudanza es permitido; el método químico, no, ni el de las autotransfusiones de sangre, pero esta decisión es caprichosa». ¿Se persigue lo químico o lo que crea situaciones de desigualdad? Quizás la línea sea más difusa de lo que parece. Es por ello que para las revistas Nature y The Lancet –dos de las revistas científicas más importantes– sea preferible legalizar el dopaje y dar cuidados médicos abiertos a todos los deportistas para prevenir los verdaderos riesgos. También llegaron a poner en duda la efectividad de los test antidopaje y el verdadero daño que hace a los atletas.
El economista austriaco Mises ya habló de las consecuencias de la intervención prohibitiva en cualquier terreno de la vida pública. Esta terminará llevando a nuevas intervenciones futuras que, en lugar de erradicar el problema, acabarán engordándolo. En el tema del dopaje, como en el de las drogas, aumentan las mafias que trafican con sustancias sintetizadas en laboratorios clandestinos al margen de los criterios de sanidad mínimamente exigibles. Es ahí donde descansa parte del problema. Sin embargo, cantidades ingentes de dinero se van por el sumidero en programas antidopaje así como controles que no detectan las drogas aún no reconocidas, como ocurriera largo tiempo con el THG. Yendo más lejos aún, mayores condiciones de igualdad proporcionarían unos programas de dopaje asistido y de acuerdo a criterios médicos. Ya no sería una lucha de buenos y malos. Sería la igualdad de condiciones en sí misma ante la que prevalecería la transparencia y la auténtica lucha en la pista cara a cara. Una igualdad que, aun contando con la entelequia de que nadie se dopara, no existiría, pues no son las mismas condiciones biológicas las de un corredor de fondo etíope que las de un madrileño del barrio de Salamanca. Lógica al cuadrado.
Para terminar y como víctima de la demagogia ramplona de burócratas sin oficio ni beneficio en el deporte real, he de decir que más desencanto supone aún para cada uno de esos niños que dicen defender el hecho de ver cómo todos sus iconos caen como peones de ajedrez a una caja vacía que los condena al olvido eterno, antes que verlos competir en igualdad de condiciones. ¿Es intelectual y moralmente más sano cantarles al oído que los Reyes Magos existen hasta que alcancen los treinta? Esa y no otra es la hipocresía ante la que serpentean como culebras de agua el COI y demás organismos competentes por no meterse en harina olvidándose de engañifas que, tarde o temprano, más daño causan a quienes dicen proteger. Doy fe.
Finalizaba su artículo Héctor Abad con un razonamiento digno de coleccionismo fetichista: «En todo caso, dicen, por muchas drogas que se tome un atleta mediocre nunca conseguirá los resultados de uno grande. No es el dopaje lo que hace de Phelps un atleta extraordinario; es una mezcla de genes que lo favorecen con una disciplina de hierro que lo han hecho entrenarse cinco horas diarias durante los últimos 15 años. Aunque quizá tampoco la disciplina sea un mérito: es posible que ésta venga escrita también en nuestros genes»