El comienzo de El gran pecador (The great sinner, Robert Siodmak, 1949) nos presenta a un barbudo y sudoroso Gregory Peck preso de una especie de fiebre delirante, como una víctima de la malaria o del tifus en una zona tropical. Pero no se encuentra en los trópicos sino en Wiesbaden, una elegante, monumental y muy concurrida ciudad balneario de Hesse (Alemania) que gracias a la llamada de las curas de salud adquirió gran popularidad entre la aristocracia europea del siglo XIX, lo que le permitió desarrollar otros negocios paralelos muy provechosos ligados a la presencia habitual de ciudadanos con posibles, especialmente su Gran Casino, la fuente real y última de todas las desdichas del galán, como no tardaremos mucho en, primero sospechar, y finalmente averiguar cuando Pauline (Ava Gardner) empieza a leer el manuscrito de la última novela que el pobre Fedja (Peck) intenta escribir y que constituye el flashback sobre el que gira la película.
Y es que Fedja (personaje inspirado en El jugador de Dostoyevski, como buena parte del argumento de la película) no tiene otro remedio que apearse en Wiesbaden del tren que le conduce a París cuando se queda inmediatamente prendado de su inesperada compañera de vagón, Pauline Ostrovsky, aristócrata rusa que viaja con carabina (y con su padre, nada menos que Walter Huston) camino del balneario alemán. La atracción automática que siente por ella y el amago de correspondencia a este sentimiento que cree percibir en su gesto al descender del tren le hacen tomar la impulsiva decisión de seguir sus pasos y buscarla por los paseos, jardines, terrazas y grandes salones de la ciudad balneario a fin de lograr su compañía. La película adquiere así en sus primeros minutos un aire de drama romántico-sentimental de corte decimonónico que tiene como marco un lugar idílico en el que la naturaleza vibrante y luminosa se da la mano con el lujo de los palacios brillantes por los grandes candelabros y las arañas que caen de sus altos techos, sus escalinatas y sus salas alfombradas. Así es también el Gran Casino, dirigido por un estirado Armand de Glasse (Melvyn Douglas) que, de inmediato, y aprovechándose de la deuda que el general Ostrovsky ha contraído con el Casino, alternando presiones directas al deudor con favores y benevolencia hacia su persona cuando su hija está delante, se convierte en el principal rival de Fedja en la lucha por conseguir sus encantos. Establecido el triángulo amoroso, la película se concentra en explotar el drama con el Casino y el juego como tema accesorio, como escenario de conflicto en el que el dinero, las deudas de Ostrovsky con De Glasse y la disponibilidad de éste para que Pauline sirva como moneda de cambio dificultan el amor de ésta y el joven escritor Fedja. Un elemento importante, la semilla del meollo de la segunda parte de la película, la más importante, se introduce aquí como avance del drama central que va a sacudir a la joven pareja: el francés Aristide Pitard (Frank Morgan), un hombre consumido por la afición al juego, derrotado por su debilidad, arruinado, que sólo tiene lo puesto, y al que Fedja, nada más regalarle unos cuartos con los que poder pagarse el tren que le permita abandonar Wiesbaden, descubre jugándose de nuevo hasta el último céntimo en la ruleta. Este juego de espejos todavía ignorado por el espectador pero excelentemente colocado en el guión como aviso de lo que viene es otra muestra de la magnífica labor que los grandes guionistas clásicos (aquí Christopher Isherwood) conseguían introduciendo simbolismos, pistas y datos precursores confirmados y utilizados más adelante por la trama para resultar redonda, precisa, milimétrica. Fedja, que se ríe de la debilidad humana y se apiada de quienes destruyen su vida a causa del juego no tardará en verse atrapado en sus garras casi por casualidad.
Y es ahí donde da inicio la segunda parte del filme, con Fedja ansioso por librar a Pauline y al general Ostrovsky de las garras de De Glasse y encontrándose por puro azar ganando dinero fácilmente a la ruleta, cuando el virus del juego se introduce en el protagonista hasta el punto de convertirse en primera y única obsesión, a costa incluso de su naciente y hasta entonces obsesivo amor por Pauline, que no tiene más remedio que apartarse de él y caer precisamente en manos de quien Fedja pretendía evitar. La fiebre de Fedja dejándose todas sus ganancias en la ruleta sirve igualmente de espejo de la que le consumirá al final de la película, que enlaza de nuevo con la escena inicial, y se amplía en el capítulo decisivo cuando, en un intento desesperado por librar a Ostrovsky (personaje impagablemente caracterizado por Huston, que bajo cuya apariencia de honorabilidad y dignidad no duda en utilizar a su hija como mercancía para compensar sus pérdidas económicas) y a él mismo de las enormes deudas que han asumido con respecto al Casino, jugando directamente contra De Glasse, que no busca otra cosa que hundirle para apartarlo para siempre de Pauline, Fedja empeña no sólo toda su vida, sino también su obra literaria, todos los derechos de los libros que ha escrito y de todos los que escriba en el futuro, incluida la novela que ha empezado a escribir en Wiesbaden inspirado por la caída en desgracia de Pitard. De Glasse, que gana la mano, obtiene como premio la vida de Fedja, su totalidad, su pasado, su presente y su futuro, y decide que permanecerá solo, miserable, enfermo.
Siodmak, que maneja perfectamente los distintos tonos de la película, el luminoso y casi frívolo comienzo sentimental de la relación de Fedja y Pauline en un entorno de música, bailes, paseos y sobremesas, la paulatina caída en desgracia del escritor, con un magnífico uso de los simbolismos narrativos, retratando la simpática casualidad que pone a Fedja ante la ruleta, sus primeras ganancias, su progresivo interés por recuperar lo que había perdido, y su final obsesión y desesperación empeñando en ello hasta su sangre, extraordinariamente plasmado en el cambio de habitación al que le obliga el hotel ante el impago de la cuenta, desde su suite inicial a la especie de desván que ocupa al final de la película durante su enfermedad nerviosa, y, por último, la eclosión del horror, del daño, del infierno de la desesperación, en la que Siodmak viste sus imágenes de las tonalidades sombrías, turbias, pesadillescas, más propias del cine negro.
La película, que tiene en los quizá demasiado rápidos cambios de actitud del personaje de Peck (de escéptico ante el juego a obseso apostador en apenas un abrir y cerrar de ojos, de sufrido adicto a un inspirado hombre nuevo con ansias de redención definitiva) su punto más débil en el guión, se beneficia además de un estupendo reparto, con Peck cumpliendo con solvencia el papel de enfermo de juego (gesticulante, sudoroso, desesperado, más que como estático galán romántico), una Ava cuya dulzura y carismática belleza reinan en cada fotograma en el que aparece, unos sensacionales Walter Huston y Frank Morgan, un repulsivo -como es su obligación- Melvyn Douglas, y dos aportaciones femeninas de empaque, nada menos que Ethel Barrymore como la abuela Ostrovsky, y la gran Agnes Moorehead como Emma Getzel.
Una película con un magnífico texto de fuentes clásicas basado en la contemplación ajena de un torbellino de perdición y en la posterior entrada y caída en el ojo del huracán, y un excelente lenguaje visual obra de Robert Siodmak, director que estaba a punto de verse arrastrado por otra ola irresistible: la intolerancia irracional de la “caza de brujas”.