Revista Arte
Cuando el joven Goya, con veinticinco años, es contratado para decorar los muros del oratorio de un aristócrata palacio en Zaragoza, la gran pintura clásica estaba entrando por entonces, un momento de transición decisiva en lo estético, hacia una forma de expresar, con colores y trazos, muy diferente a como ese clasicismo habría preconizado en la historia. Pero, solo en los colores y los trazos, éstos ahora abocetados o apenas definidos -según las clásicas consignas académicas-, y aquéllos con las lánguidas o metamorfoseadas tonalidades irreales, o desgastadas, tan propias del Rococó más atrevido o adolescente del revolucionario siglo XVIII. Porque la composición de la obra, el trazado más emocional o grandioso de una diagonal atrayente, endiosada en el Arte así desde el Renacimiento más ferviente, continuaba ahora como una inspiración desgarrada -desde los silentes pasos apenas balbuceantes de un Romanticismo avasallador- de la épica que de las cosas representadas en un cuadro debían mantenerse, sine qua non, para poder expresar una emoción estética.
El sueño de san José es la descripción evangélica del momento en el que un Ángel es llevado a entrar en el sueño del esposo judío de María, para que él entienda ahora que la maternidad de ésta -de la que él no ha sido partícipe aún ni lo será nunca- es un prodigio divino imposible de soslayar por nadie así como necesitado por la providencia y sus designios inapelables. Es un metáfora de lo imposible, de lo que, por más que uno desee lo contrario, nunca sucederá... Es un sacrificio doble en lo existencial porque no sólo aceptamos lo que pasa, sino que, además, debemos vivir con ello como si no hubiese pasado... Es la aceptación de un hecho que va contra uno doblemente, como un agravio y como una asunción de una realidad que no es la de uno. Y la poesía sagrada -lo que serán las metáforas divinas o la literatura evangélica más elaborada- glosaría entonces la representación de ese hecho evangélico con la sutil artimaña de un sueño... ¿Cómo alcanzar entonces las moradas más básicas del sentimiento racional -¿una contradicción, sentimiento y racional?- de un individuo, para poder transformar luego un pensamiento o una emoción íntima en otra cosa distinta, justo en lo opuesto? Con el sueño misterioso...
Así dominaremos entonces las esencias de la conciencia íntima de un ser humano para elaborar luego un pensamiento, un concepto o una idea, en su mente poderosa... La técnicas neurolingüísticas lo saben muy bien. Los procesos formativos inducidos, donde el estado somnoliento de un individuo es un aliado eficaz para la asilimación de contenidos, también justificarán la práctica de la implantación de información en fases profundas de ensoñación humana. Así se adelantaría ya la sabia metáfora evangélica..., y el Arte, además, vendría luego para expresar ese hecho, tan peculiar o característico, de impronta involuntaria. Porque, ¿es un impronta o legado mental involuntario lo que se producirá cuando el sueño -algo ajeno a uno siempre- prorrumpa poderoso en las neuronas de nuestra futura voluntad? Los sueños no los elegimos voluntariamente, esto es una realidad incuestionable, por lo tanto, no es ninguna barbaridad afirmar que éstos provienen de una parte de nuestra conciencia -mejor inconsciencia- que es ajena a nuestra voluntad más inmediata.
También lo es pensar que éso -un sueño configurado por la mente incosciente- pueda obligar a transformar una conducta o un pensamiento de modo automático luego. Aunque tampoco sabremos afirmar cómo funcionaría nuestra consciencia como consecuencia de la cantidad de información, consciente o inconsciente, que nuestro interior pueda elaborar sin nuestra participación directa, sin saberlo nosotros exactamente. Esto puede ser la intuición que nos sobreviene luego de una noche de sueños premonitorios... o auxiliares del pensamiento. Procesos que pueden ser tan inconscientes que no alcancemos a comprenderlos claramente. Pero, volviendo a la representación estética de ese hecho, un hecho narrado en una de las leyendas evangélicas más atrevidas, la encarnación de una vida divina gracias a la más humana de las formas -una pareja matrimoniada-, los pintores describieron el momento sagrado mitológico con las formas que su época y sus ideas hubieran formado en sus tendencias artísticas. Así podemos comparar ahora aquí dos obras maestras del Arte Barroco y Prerromántico. Una de la mano del pintor francés, barroco y clasicista, Phillipe de Champaigne (1602-1674), otra del pincel, más avanzado y pasional, del genial creador español Goya.
El barroco de Champaigne es tan clásico que parecerá ser una obra pintada un siglo después, cuando el Neoclasicismo subrayará más aún las técnicas y conceptos más tradicionales del Arte. Pero el naturalismo del Barroco se expresará también aquí mucho más que cualquier alarde épico o grandioso del clasicismo más encumbrado por el Arte académico. Neoclasicismo que alcanzará también a Goya, pero que este genial pintor español supo transformar, radicalmente, cuando comprendiera que el Arte no podría conformarse con la tradición y el encorsetamiento estético de antes, sino que debería aventurarse con las trazas y los alardes tonales de un nuevo acontecer estético... y filosófico. En la obra de Goya el sentido de la transmisión del mensaje, de la conducción de un pensamiento de una realidad a otra, es llevado aquí a su máxima emocionalidad y ternura frente a la corrección teológica -y estética- del pintor francés Champagne. El Ángel de Goya tocará levemente, con sus dedos sagrados y compasivos, la túnica arropadora de un san José más concentrado en su sueño. El Ángel de Champagne solo señala ahí, en su obra barroca tan clásica, a la divinidad y a María como los elementos más importantes del hecho sagrado. En Goya no, en el revolucionario y joven pintor aragonés, lo importante ahora es el sujeto receptor de ese delirio, de esa impronta poderosa y sugestiva tan mágica para, con ella, acoger así, en su humana vida irrelevante, el doloroso y resignado acontecer de un destino poderoso.
La figura de María en ambas obras de Arte, la del barroco Champagne y la del prerromántico Goya, están ahora diametralmente opuestas en su sentido estético más representativo. En Champagne aparece la Virgen grandemente contrastada y emotiva, vislumbrando además, si no viendo, el mágico acontecer inapelable. En Goya la figura de María se delineará en un secundario plano entristecido, apenas esbozado y marginado, sin la sensación de vislumbrar no solo ya el hecho sagrado sino toda la grandiosidad teológica que significara. Pero será la representación de san José la que en las obras comparadas sea ahora la que determine más un sesgo artístico u otro, en función de la tendencia y de la ideología de la época en la que se llevaran a cabo. En el pintor clasicista francés la figura del esposo de María está ahora sola y abandonada a su sueño, tranquilamente aquí relajada en el momento más sosegado y sereno de su ensoñación divina. En Goya, a cambio, san José estará aún en ese proceso inicial del sueño, en esa fase en donde la conciencia humana luchará todavía por aferrarse a la sensación de existir, de querer comprender aún, con su ensoñación inconsciente, lo que parecerá vivir en otra esfera distinta, una donde pueda ahora ser asimilado ese sueño por la conciencia existencial más conspiradora...
(Óleo sobre lienzo -trasladado desde un mural a lienzo en el año 1915- del pintor Goya, El sueño de san José, 1772, Museo de Zaragoza; Obra barroca de Philippe de Champagne, óleo El sueño de San José, 1643, National Gallery de Londres.)
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