La relación del director Josef von Sternberg y la diva Marlene Dietrich puede calificarse de idilio mental, artístico, de perpetuo culto de un autor a la más perfecta de sus obras, a una creación a la que en el resto de su producción no dejará de regresar. Su colaboración se extiende a siete películas, todas las cuales se transforman en vehículos de adoración visual, en tributos de celuloide a la poderosa presencia de una diosa única e inimitable que, por encima de un argumento y una trama cada vez más diluidos y subsidiarios del extraordinario carácter de la estrella, se convertían en intensos ejercicios de espectáculo, en estilizados productos de diseño exclusivos para el lucimiento y la explotación de las máximas cualidades de la celebridad alemana, haciendo que su sola aparición y la experimentación visual sobre ella primen por encima de cualquier otro aspecto técnico, artístico o narrativo. En El expreso de Shanghai (1932) este proceso paulatino se encuentra justamente en su capítulo central, en el que el imprescindible reinado de Dietrich en el metraje viene acompañado de elementos y pinceladas de argumento y puesta en escena que todavía pueden considerarse autónomos por sí mismos.
Posiblemente sea una de las películas en las que Sternberg más a gusto se encuentre trasladando sus juegos de luces y sombras a la pantalla y, especialmente, sobre la silueta y el rostro de su musa, encontrando en los compartimentos del tren el escenario soñado para volcar todo su universo de penumbras, claroscuros, tenues reflejos, resplandores controlados, fogonazos y relámpagos. En este sentido, por tanto, el argumento de la película resulta accesorio, mero pretexto para la puesta en práctica de los deseos visuales del director: un tren cargado de personajes de lo más variopinto hace la ruta entre Pekín y Shanghai; en él viaja una mujer enigmática de controvertido pasado conocida como Shanghai Lily (Marlene Dietrich) y también su antiguo amante, un oficial del ejército británico (Clive Brook); el asalto de un grupo de guerrilleros revela a uno de los pasajeros como su encubierto cabecilla y máximo responsable de la encerrona y del secuestro del pasaje. Shanghai Lily habrá de sacrificarse para salvar la vida del hombre al que acaba de descubrir que sigue amando. Esta trama esquemática, plana, vulgar, contiene, sin embargo, algunos elementos atractivos.
En primer lugar, la atmósfera con la que Sternberg logra impregnar cada fotograma: la China que recrea es un país falso, irreal, una China ideal, soñada, convertida en mágico y tópico escenario de una aventura romántica. Recreada íntegramente en estudio, la ruta del tren se inicia con unas tomas inolvidables situadas en las estrechas calles de la atestada capital china, repletas de transeúntes, vendedores ambulantes, militares, niños, animales, farolillos, carteles, tiendas, tenderetes, grupos de personas que van y vienen o esperan; la gran locomotora blanca circula lentamente, obligando a quienes ocupan la vía a retirarse y vomitando su columna de humo sobre los ventanucos y la ropa tendida de lado a lado de la callejuela. Por otro lado, Sternberg, aun tirando únicamente de imaginación y tiralíneas, recrea acertadamente desde la habitual perspectiva colonial de la época cierta realidad de la China de los años treinta previa a la invasión japonesa y heredera del convulso fin del siglo anterior, la de una China abierta en sus grandes ciudades tanto a la recepción de miles, quizá millones de campesinos y habitantes de las zonas rurales como, por otro lado, microcosmos para unos colectivos multinacionales compuestos por hombres de negocios, diplomáticos, periodistas, militares, vividores, pícaros, delincuentes y demás ralea de procedencia occidental. Sternberg refleja esta realidad plural extraída tanto del conflicto de los bóxers y las guerras del opio como de la condición de Shanghai como ciudad internacional, pintoresca, en la que, hasta la ocupación japonesa, convivían los lujos, las estéticas, los caprichos, los privilegios y los vicios de la vida en occidente con la tradición y la pedestre realidad china.
Pero, por encima de todo, en esta aventura romántica de pasión, intriga y sacrificio, destaca la creación de tipos humanos. No especialmente el personaje de Brook, reducido a mero arquetipo frío del académico y flemático militar británico, cuya máxima expresión de cierta calidez humana se reduce al empleo esporádico de la ironía como instrumento de observación de la realidad, sino el de las mujeres con más protagonismo en el metraje: la belleza perturbadora de Anna May Wong, que compone un personaje sibilino, astuto, trapacero, conocedor de las respectivas artes de embaucamiento, dominación y control de los mundos oriental y occidental a caballo de los cuales no deja de buscar su propia prosperidad y, obviamente, la propia Shanghai Lily, que es el objeto fetichista sobre el que Sternberg vuelca toda su imaginería visual. A través de esta aventurera solitaria en cuyo pasado se adivina quizá la prostitución, una carrera en el cabaret o el teatro de variedades y una eterna lucha por salir adelante a costa de cualquier sacrificio y de la explotación de sus poderosas armas, el director consigue plasmar toda una serie de efectos en inolvidables tomas que convierten el rostro de Dietrich en el lienzo de una pintura de blancos, negros y grises, en una pantalla sobre la que proyecta su película mental: sombras, velos, transparencias, humos, niebla, sonrisas, lágrimas, tensión, emoción, amor, indiferencia, desdén, odio, desprecio… Pocas veces una cámara ha estado más enamorada de una actriz que en las bellas imágenes de Marlene vista a través del vidrio de una puerta, asomada a la ventana del tren, o entre las sombras al acecho del hombre que desea.
La película se erige así en la más brillante expresión de la sinergia entre Von Sternberg y Dietrich, una pareja con una curiosa relación artística de obsesiones y dependencias mutuas que produjo una química inigualable entre ambos que se mantuvo durante sus siete películas y que, curiosamente, ninguno de los dos supo mantener, emular o repetir en sus trabajos por separado. Marlene contó con algo más de fortuna al participar en toda una serie de títulos memorables, pero el recuerdo de la carrera de Sternberg queda ineludiblemente unido al rostro de una mujer de hielo que comprende el sacrificio que ha de hacer por el hombre que ama y que le exige pagar un precio inasumible: el riesgo de que él deje de amarla.